Éxodo 11, 10-12, 14; Sal 115, 12-13. 15-16be. 17-18; san Mateo 12, 1-8

He puesto una alarma en la parroquia. No es que me hayan robado nunca, pero como está todo el día abierta es mejor prevenir. Las alarmas pueden ser molestas, pero también nos ayudan. Cuando se enciende una luz roja de alarma en el tablero de mandos del coche, es prudente acudir al taller, aunque nos fastidie quedarnos un poco de tiempo sin coche. Cuando dan una alerta por una ola de calor –como en estos días-, es prudente seguir los consejos que nos dan y beber bastante agua. Una cosa necesaria para una buena alerta es, justamente, que alerte. Las mujeres de mi parroquia, que tienen llave de la sacristía, deben ser muy valientes. Cuando suena la alarma ni se inmutan. La señora de la central de alarmas y yo ya somos íntimos amigos y la policía aprovecha para hacer una visita al Santísimo, cada vez que hay una falsa alarma. Si el coche no indicase que algo falla, o pensásemos que la luz roja es un adorno estival, simplemente empezaría a arder repentinamente.
“La sangre será vuestra señal en las casas donde habitáis.” Escuchamos hoy el relato de la Pascua del pueblo de Israel. Ante la dureza del corazón del faraón, que no se conmovía por ninguna de las plagas, llega la última: la muerte de los primogénitos. Los israelitas pintaban las jambas de sus puertas con sangre para huir de la justicia de Dios. Seguro que a ninguno se le ocurriría pensar que Dios, en su infinita sabiduría, ya sabría que él era descendiente de Jacob y no iba a guarrear su puerta con sangre. Pintarían bien, profusamente, sus puertas, no fuese que el ángel del Señor tuviera miopía. Era la señal de alerta, era como indicar: “Aquí vive un israelita, que espera que Dios nos libere.” Los egipcios se extrañarían de esa nueva y peculiar costumbre de sus esclavos, pero los israelitas no dejarían de marcar sus casas por miedo al “qué dirán.”
Cuando estudiaba en el seminario se hablaba mucho de los “cristianos anónimos.” Más o menos eran gente buena que, sin conocer a Cristo y a su Iglesia, se portaban decentemente. Del juicio de Dios no tengo nada que decir, se lo dejo a Él que sabe más que yo. Pero tanto hablar de “cristianos anónimos” sucedió el efecto contrario: Los cristianos, que conocían al Señor desde su infancia, se empezaron a comportar como buenas personas que tenían un Dios anónimo. Cuánta gente, incluidas catequistas y lectores de la Palabra de Dios, te dicen: “Lo importante es ser buena persona.” Lo importante es no hacerse notar, acudir (si es que se va) a Misa pero sin destacar, como si fuesen a cometer un delito. No se defiende el Evangelio y a la Iglesia por no parecer un beato (en el peor sentido de la palabra, si es que tiene un sentido negativo), y se confía en que Dios ya sabrá lo cristianos que somos, pero sin que se nos note.
“Pues os digo que aquí hay uno que es más que el templo. Si comprendierais lo que significa “quiero misericordia y no sacrificio”, no condenaríais a los que no tienen culpa. Porque el Hijo del Hombre es señor del sábado.” Date cuenta, la fe que recibiste en tu bautismo es un regalo, como la liberación de Israel de Egipto. Y Dios nos ha puesto, nos guste no, como alarma para toda la humanidad. O se nos “nota” que somos cristianos o somos inútiles. El que vive su fe “sólo para él” vive continuamente de sacrificio en sacrificio. El que se reviste del único sacrifico que salva, que es el de Cristo, muestra la misericordia de Dios con todos los hombres. No somos “cristianos anónimos”, somos Cristo; y cuando los demás nos miren no deben ver a una “buena persona,” sino a Cristo que salva. Cuando esto se entiende superamos los formalismos superficiales y nos conformamos con Cristo.
Esa imagen de la Virgen, que seguro que tienes cerca, es una alarma constante que te recuerda que eres de Cristo que es Señor del sábado, señor de tus complejos, de tus miedos, de tu vergüenza, Señor de toda tu vida. Haz caso a la alarma o te robarán la eternidad.