Sabiduría 12, 13. 16-19; Sal 85, 5-6. 9-10. 15-16a ; san Pablo a los Romanos 8, 26-27; san Mateo 13, 24-30

Soy consciente que muchas veces en estos comentarios -ayer mismo-, digo que no hay que tener miedo. Y es cierto, si estamos con el Señor y con nuestra Madre la Virgen, no debemos tener miedo a nada, pero uno es humano y a veces me surge del fondo del alma: “Miedo me da.” Me dan miedo los novios, y sobre todo los padrinos, cuando en la celebración de la boda van a comulgar por tercera o cuarta vez en su vida y, se nota de lejos, que no se han preparado para el momento, Miedo me da escuchar al padrino que, tras beber del cáliz la sangre de Cristo, dice en un arranque de graciosa originalidad: “Ta´bueno.” Me dan miedo las familias que asisten a un funeral de un ser querido y, tras toda la celebración indicándoles cuándo tienen que levantarse o sentarse, se dan codazos para ir a comulgar, como si yo les fuera a dar el pésame en vez del Cuerpo de Cristo. Miedo me da cuando alguien dice en una conversación: “Yo fui monaguillo en mi pueblo cinco años.” Seguro que luego presume de las Misas que oyó de pequeño y que lleva los últimos cuarenta sin pisar una iglesia, y se siente justificado. Pero bueno, esos miedos nacen de la ignorancia, de ser rudos, y Dios tendrá misericordia. “Tú reprimes la audacia de los que no te conocen.”
“Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?” Cuando en el campo de la Iglesia me encuentro la cizaña, entonces sí que digo: “miedo me da.” No creo que haya que tener miedo a descubrir el pecado, mi propio pecado también, dentro de la Iglesia. A fin de cuentas no hacemos sino perdonarlos continuamente. La cizaña (concrétalo como quieras) nace de “el enemigo que la siembra,” que es el diablo. Cuántas veces -perdón Señor-, nos comportamos como “partidarios del Maligno.” Buscamos más nuestro interés, aunque a la larga nos destruya, que lo gloria de Dios. Cuando a veces me descubro pensando en mis cosas, mis necesidades, mis caprichos; me voy trasformando poco a poco en cizaña. No sólo cuando peco por mi egoísmo o mi soberbia estoy haciendo un mal a la Iglesia; cuando no soy todo lo virtuoso que podría ser, aprovechando el montón de gracias que Dios me da, me estoy convirtiendo en partidario del Maligno.
“El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables.” El Señor tiene la manía de no dejarnos solos. Esos gemidos del Espíritu surgen en el fondo del corazón del hombre, hasta del corazón del hombre más malo que conozcas. “Enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano.” Cuando nos encontramos con la cizaña, fuera o dentro de nosotros, olfateamos la inhumanidad, si me permitís hablar así. Sin embargo, cuando nos encontramos con quien hace las obras de Dios descubrimos una humanidad desbordante, que nos cautiva y atrae. Para el ignorante en cuestiones silvestres -como es mi caso-, nos puede contentar ver un campo lleno de vegetación. Para el labrador la alegría es ver el campo lleno de trigo, la cizaña, por muy verde que sea, sólo sirve para quemarla. Por eso los gemidos del Espíritu nos ayudan a discernir lo bueno de lo malo, Él “escudriña los corazones” y nos concede “la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento.”
A lo mejor nuestra Diócesis, nuestra parroquia, nuestra familia, nuestros amigos, nuestra vida …, no son un campo de trigo sin ninguna mala planta. Seguramente, y más cuando estamos tristes o enfadados, descubramos un montón de cizaña. Entonces a aprovechar la gracia de Dios y cambiar la cizaña por trigo antes de que sea tarde. Pero nunca se te ocurra quemar tú mismo la cizaña que tienes alrededor, seguramente arderás tú también. Quien anda condenando y criticando todo lo que le rodea, suele acabar convirtiéndose en lo que critica.
Nuestra Madre la Virgen hace de altavoz de esos gemidos del Espíritu, pídele a Ella que te ayude a ser muy humano para ser muy divino.