Éxodo 14, 21-15, 1; Ex 15, 8-9. 10 y 12. 17 ; san Mateo 12, 46-50

La lectura de este pasaje del libro del Éxodo evoca en mí los días (poco menos de una semana de septiembre) que pasé hace un año con mi buen amigo Fernando. Nos supieron a gloria. Estábamos los dos cansados, no de la vida, sino del bregar cotidiano, y decidimos (o casi nos impusieron) el robarnos un poco de tiempo para ir a Galicia, ganar el Jubileo y dejar que nuestros ojos y nuestras almas reposaran con ese juego de Dios con la creación que es la Costa de la Muerte gallega. Y disfrutamos de lo lindo. Nos sentimos tan sacerdotes como siempre, esta vez, si cabe, mimados por el Señor con esas caricias del paisaje y esos buenos platos gallegos, y así adobándolo todo con una buena conversación, conseguimos a la vuelta retomar las tareas habituales con nuevos ímpetus.
Pero entretanto conseguimos respirar el poder de Dios que se hace grande en la creación, igual que se hace grande en el alma. Nuestro paso por los distintos faros que guían a los navegantes en noches oscuras (todo un símbolo), nos hizo ver acantilados cortados en seco por un mar que se hace hostil, que da verdadero miedo. Y allí, mi amigo Fernando, que he de reconocer que es más audaz que yo, trató y consiguió arrebatarle al mar sus mejores galas, a base de hacer un poco el cabra y llenarse de espuma. Yo mientras tanto observaba más prudente, en segundo plano. Pero no dejo de darle su mérito: las fotos están ahí. Preciosas.
No penséis que hoy se me ha puesto un poco la vena poética y ya está. No. Estamos a lo que estamos, los comentarios a las lecturas de la misa de hoy martes, que hemos titulado: el poder de Dios. Cuando uno ve todas esas “olas” amenazantes que envuelven al hombre, no deja de quedarse sobrecogido. Y es que la vida del hombre está llamada a veces a encontrarse con esas barreras aparentemente infranqueables, como le ocurrió al pueblo de Israel: por un lado el ancho mar, por otro lado el ejército del faraón. Los dos acechantes, los dos terribles. Todavía hay algunos, a día de hoy, que quieren echarle un pulso a Dios. Todavía hay quien no tiene pudor en tergiversar las palabras del propio Cristo, enmendándoles la plana (hemos leído en un periódico las declaraciones de un político que decía, sin ruborizarse, que no era la verdad la que nos hace libres, sino la libertad la que nos hace verdaderos). Y, sin embargo, hay que decir que, por mucho que parezca que todo es terrible y desmesurado, como las olas de la Costa de la Muerte, el poder de Dios no se empequeñece, porque lo llena todo.
El pueblo de Israel era (como hoy lo es la Iglesia), no hay que olvidarlo, el pueblo de Dios, y Dios no puede dejarlo a su suerte. En aquella ocasión se abrieron las aguas formidables, y el lecho del mar queda seco para que pudieran pisar firme. Si toda la creación se doblega ante Dios, se pone de rodillas ante su creador, no puede cabernos duda alguna de que también el hombre, que está destinado a dar gloria a su creador, está llamado a ese reconocimiento, a reconocer el poder de Dios, que no es como el poder del hombre, un poder de sometimiento, con vocación de tenerlo todo en un puño, sino un poder de liberación, de dotar al hombre de aquello para lo que ha sido creado: su dignidad de hijo de Dios.
Nuestra Madre la Virgen, Señora de cielos y tierra, será como entonces fue la nube para el Pueblo de Israel, el punto de referencia para seguir el camino de Dios.