Éxodo 19, 1-2. 9-11. 16-20b; Dn 3, 52. 53. 54. 55. 56; san Mateo 13, 10-17

Acabo de llegar de Inglaterra recientemente. Han sido dos semanas de estudio, con el consiguiente cambio de actividad que me ha sentado estupendamente. He conocido gente interesante, he podido visitar nuevos lugares y, sobre todo, celebrar la Eucaristía diariamente con mucha más tranquilidad. También han sido días un tanto tristes, pues coincidió mi viaje con el fatal atentado terrorista en Londres. Pude observar cómo la gente sufría por esa barbarie (también la experimenté mucho más de cerca en Madrid con el otro atentado del 11-M), y me dejé llevar por la emoción cuando, en esos momentos tan duros, hombres y mujeres rezaban a Dios.

No es precisamente Inglaterra un país de mayoría católica. En una de sus catedrales anglicanas me llamó poderosamente la atención cómo tienen concebidos los actos litúrgicos y la diversidad de celebraciones. Anduve buscando (pues en un primer momento pensé que se trataba de un templo católico) la capilla del santísimo. En un tríptico explicativo de la historia y composición de ese edificio, se hacía referencia a la capilla del “recogimiento” (traduzco literalmente). Cuando entré allí descubrí que no se trataba de una Iglesia Católica. Siento un gran respeto por otras religiones y confesiones distintas a la mía pero, aunque sean “pocas” cosas las que nos separan de otros credos cristianos, se nota que algo falta, y que no es precisamente accidental.

Los católicos aún estamos celebrando el tener un nuevo Papa: Benedicto XVI. Y éste sí que es un sello de identidad de la universalidad de la Iglesia. Allí donde está mi Madre la Iglesia (los sacramentos, la devoción a la Virgen, el amor al Papa…), se puede percibir una unidad que no se ve en otros sitios. Algunos dirán que soy un exagerado, y que dentro de la Iglesia Católica también existen problemas graves. ¡Evidentemente que existen!, pero cuando somos conscientes de que nuestra Iglesia es pecadora (compuesta de hombres y mujeres limitados como tú y como yo), aún brilla más su santidad, pues descubrimos con una claridad mayor la presencia del Espíritu Santo en ella.

Pude concelebrar en una Eucaristía, cerca de Londres, en una catedral católica. Después de presentarme ante el párroco y decir que era sacerdote, mi presencia allí de ninguna manera fue extraña. Es maravilloso contemplar que cada Misa, aunque sea en otro lugar y en otro idioma, es el único sacrificio de Cristo que se eleva a Dios Padre Todopoderoso por nuestra salvación, y que tiene la misma eficacia que la obtenida hace más de dos mi años en lugar llamado el Calvario.

“¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!”. Vuelvo a repetir que no estoy en contra de ninguna aptitud ecuménica, todo lo contrario, cada día rezo por la unidad de los cristianos del mundo entero. Sin embargo, lo que puedo oír y ver eso intento transmitir, y una de esas cosas es la belleza de mi Madre la Iglesia, por muy pobre o lejano que sea el lugar donde se encuentre, pues irradia una única hermosura: la de su Esposo Jesucristo, que se entrega totalmente a cada uno de los que formamos su Cuerpo Místico en el sacramento de la Eucaristía.

Pido a la Virgen que acreciente mi amor al Papa y a la unidad de la Iglesia. Amén.