Cantar de los cantares 3, 1-4a; Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9 ; san Juan 20, 1. 11-18

Uno de los “temas candentes” en nuestra sociedad actual es el de la afectividad. Parece que estuviéramos constituidos por un exceso de sentimientos, de sentimentalismo, donde todo parece salir a flor de piel, en un afán grande por querer y ser queridos. Es curioso que un mundo tan supuestamente racionalista tenga esa querencia a dejarse llevar por el corazón, por los afectos. Y no es que querer esté mal, es que en esta cuestión concreta hay que saber, como en todo, bien es verdad, de dónde partimos y a dónde nos dirigimos.
Como me gusta observar a los chavalines, porque son una fuente de sabiduría, hace poco me fijé en un niño que estaba comiendo un caramelo, ¿qué ocurrió? pues que se acabó hartando de él y, ni corto ni perezoso, se lo sacó de la boca, se lo dio a su madre y, como es natural, fue dejando pegajoso todo lo que tocaba. Algo en cierto modo semejante pasa con los afectos, no se trata de renegar de ellos, todo lo contrario, cuando uno los saborea en su justa medida y dentro de un orden, todo va bien, pero cuando los saca de contexto acaban, como el caramelo del niño, pringándolo todo.
Todo esto viene a cuento de la fiesta que celebramos hoy, la de María Magdalena. Yo siempre que pienso en la manera de encauzar los afectos, que son, no cabe duda, caminos para encauzar el amor verdadero, pienso en María Magdalena, que aprendió a vivir el verdadero amor humano a lo divino. Esta mujer nos da la medida de un amor que es alabado por el Señor, hasta el punto de ser una de las primeras destinatarias de la gran noticia: la resurrección. Una noticia que culmina la entrega de Cristo y que ella será la encargada de transmitir a los apóstoles. Ese papel determinante de María Magdalena podría considerarse una especie de “premio” del Señor por la manera imponente con que supo reconducir su afectividad. Antes del encuentro con el rabbí de Galilea se dejó llevar por una afectividad desbordante y, por eso mismo, descaminada: los afectos quizá se habían convertido en técnica para atraer el interés de los demás, buscando un amor que no podía llegar nunca porque sólo había por medio egoísmos compartidos, un amor de compra y venta.
El encuentro con el Señor la cambiará, cambiará radicalmente su sed de afecto, su sed de ser escuchada, de ser querida, porque se da cuenta de que la manera en que lo ha tratado de buscar hasta ese instante no es el camino verdadero. Se irá concretando, a partir de aquí, una afectividad purificada: un amor a Dios (y por Él a los demás) construido desde el desprendimiento de sí y la entrega al verdadero Amor (con mayúscula), que se busca sin egoísmo.
María Magdalena así de entrada ¿quién es? Si tuviéramos que hacer una descripción simplificadora de su personalidad diríamos que es una mujer pública que se arrepiente, y una llorona casi por vocación. Todo eso nos dice aparentemente bien poco, pero a la vez bastante. Para descubrir la afectividad bien cimentada, lo que habrá que hacer es saber que el querer tiene que estar equilibrado con el conocer: cabeza y corazón, de tal manera que uno y otro nos den la medida de nuestro existir y de nuestro actuar. Cuando uno se descamina es fundamental concretar ese “arrepentimiento”, ese llorar de amor para purificar lo que no es bueno, y amar con limpieza, sin que se quede manipulado ese amor por el interés, por la sensualidad que busca el propio provecho.
No me cabe duda de que María Magdalena se haría muy buena amiga de la Virgen María, y que aprendería ese Amor Hermoso del que Nuestra Señora era maestra.