Hechos de los apóstoles 4, 33; 5, 12. 27-33; 12, 2; Sal 66, 2-3. 5. 7-8 ; san Pablo a los Corintios 4, 7-15; san Mateo 20, 20-28

En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: ¿«Qué deseas?». Ella contestó: «Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda.»

Nos encontramos ante un hecho que algunos han calificado de “insólito”, por lo atrevida de la petición de la madre, pero en realidad es de lo más normal del mundo. Refleja el amor de una madre hacía sus hijos: no hay nada más natural ni más bueno que los padres deseen para sus hijos lo mejor.

Pero este deseo es tan fuerte que en ocasiones se puede hacer daño, incluso mucho daño, a los hijos. Esto sucede si los padres no están atentos a lo que en realidad es “lo mejor” para sus hijos.

Claramente esta petición que hace la madre de los Zebedeos al Señor, es sin duda una petición noble, incluso podríamos calificar de santa: desear que los hijos estén en el cielo y, además (y en esto es en lo que le va a rectificar el Señor) al lado de Jesús: uno a su derecha y otro a su izquierda. Aquella madre, nos está diciendo el Evangelio, se había dado cuenta realmente de quién era ese Jesús de Nazaret. Se dio cuenta de que en verdad era el Hijo de Dios; de que en él no había trampa ni cartón.

Eso que acabamos de contemplar -la madre que se da cuenta de quién es Jesús–, digamos que nos podría servir como otra prueba de la autenticidad de los Evangelios: las madres, las mujeres que salen en el Evangelio reconocen a Jesús como hijo de Dios.

Pero dejando esto a parte y siguiendo con nuestro desarrollo argumental, diremos que los padres y, ahora añadimos, las madres especialmente porque tienen mucho corazón, deben tener mucho cuidado en la educación de sus hijos.

Sí, porque muchas veces, y quizá en los tiempos actuales aún más, los padres están obligados a tener mucha formación, a conocer muy bien la doctrina de la Iglesia, saber qué es lo que Dios quiere, no sólo para ellos, sino para sus hijos, porque si no les podrían hacer mucho daño a quienes más quieren en la tierra. Pongamos un ejemplo muy sencillo. El niño no se quiere levantar por la mañana, desea seguir durmiendo; el hijo no quiere seguir estudiando pues no le apetece y prefiere ir a jugar; el hijo es mal educado, contesta, hace “lo que le da la gana”… y así podríamos seguir poniendo ejemplos.

Si ante esta actitud de un hijo, desde pequeño, los padres, “que no quieren ver sufrir a su hijito”, le van “consintiendo” todo lo que el niño pide, porque “le quieren mucho”, no le corrigen en sus naturales desvaríos, conseguirán que el hijo al que quieren tanto, al final sea un niño grosero, egoísta, caprichoso, perezoso, vago y holgazán (esta última expresión “vago y holgazán”, recuérdese que es lo que le dijo el Señor a aquel siervo que había enterrado su talento y que por “vago y holgazán” es arrojado al infierno).

Por eso, los padres deben saber qué es lo mejor para sus hijos y tener ellos mucha claridad de ideas, y, a veces, hacer “de tripas corazón” como se suele decir, y ser más exigentes, negar aquellas cosas que en sí mismas son buenas -dormir más, irse a jugar, no contrariarle en sus berrinches y darle todo aquello que pidan para que no sufran- de modo que, actuando a veces no “con violencia” sino “haciéndose ellos, los padres, violencia”, el hijo irá creciendo ojala que, como nos cuenta también el Evangelio, como lo hacía el Señor es decir, “crecía en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres”.