Éxodo 33, 7-11; 34, 5b-9. 28; Sal 102, 6-7. 8-9. 10-11. 12-13; san Mateo 13, 36-43

Ayer hablábamos del cuidado que deben tener los padres en la educación de sus hijos, y hoy, la Iglesia pone a nuestra consideración la fiesta de los padres de la Virgen, San Joaquín y Santa Ana.

Es curioso, que el Evangelio que leemos en la Misa de la fiesta de los padres santos de la Virgen sea precisamente -en consonancia con lo que comentábamos ayer en estas letras- el del sembrador que salió a sembrar la semilla, y, concretamente la explicación que el mismo Jesucristo da a aquellos discípulos que no entienden qué quiere decir con esta parábola, de modo que el mismo Señor explica: -«El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles.

“El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre”. Dios pone en el corazón de todos los hijos que nacen de sus padres, “la buena semilla”. Luego se empieza a librar una serie de batallas. Batallas que son en el mundo interior, primero, de la vida del niño, quizá todavía batallas casi más cercanas al juego que a batallas reales; después, ya algo más importantes, con la adolescencia y la juventud, las batallas son ya tentaciones serias y verdaderas, de las que se sale con victorias o derrotas, pero como uno tiene “toda la vida por delante” sabe que las derrotas pueden -a través del sacramento de la confesión- convertirse en estupendas victorias. Más adelante, cuando la edad va avanzando la lucha puede ser más dura -“el campo es el mundo”–: la codicia, la sensualidad, la soberbia, la ira y la venganza, son la “cizaña” que siembran “los partidarios del Maligno”; y además, “el enemigo que la siembra es el diablo”. Así las cosas, la situación de esa alma puede ser más dramática. Pues si nos vamos dejando llevar por estas tentaciones, ya no queda “toda la vida por delante” y, además, la edad lleva en ocasiones aparejada una soberbia que a veces, si ya no se rectifica, podríamos ser ahogados por esa cizaña hasta el final.

Antes de seguir quisiera resaltar que esto, que puede estar siendo leído como si fuera un cuento, como una película irreal y ficticia, quizá es bueno recordar que es un ejemplo que está poniendo Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Jesucristo, el Hijo de María. Y, como leemos en el Evangelio de hoy, llegará el momento de la cosecha, es decir que “la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles”, como leemos en el Evangelio de hoy.

Bueno, pues en todo este tiempo, ciertamente más en la infancia, adolescencia y juventud, pero también aunque de modo distinto cuando los hijos ya se han independizado, los padres juegan un papel muy importante en la educación de los hijos. Ciertamente está la libertad de cada cual. Y se podrá responsabilizar o no a los padres de que unos hijos hayan cogido “la buena semilla” que plantó Jesucristo, y la hayan aprovechado, es decir, dejado arraigar, crecer y fructificar en frutos de santidad y amor, o la hayan pisoteado y ahogado con las pasiones o desobediencias a la Ley de Dios.

Decimos “podrá responsabilizarse a los padres o no”, porque a veces, se da el error en algunos padres de sufrir por malas conductas de sus hijos, pensando que no le dieron buen ejemplo, que no le enseñaron el buen camino, que no los educaron cristianamente bien, etc. Y eso, puede ser verdad o no. No siempre existe una relación de causa y efecto: padres malos, hijos malos, padres buenos, hijos buenos. Los padres ciertamente deben hacer examen para saber hasta qué punto pueden ser responsables o no del comportamiento de sus hijos, pero el resultado del examen no es siempre ni necesariamente, ante hijos malos, “somos culpables”, porque está la libertad de los hijos: y con padres muy malos, hay hijos muy buenos, y con padres buenos, hay hijos malos. (“buenos” o “malos”, aquí es siempre acordes o no con la ley de Dios)

Hoy acudimos a San Joaquín y a Santa Ana para rogarles que los padres sean santos y que los hijos, entonces, sigan el ejemplo de sus padres.