Daniel 7, 9-10. 13-14; Sal 96, 1-2. 5-6. 9 ; san Pedro 1, 16-19; san Lucas 9, 28b-36

El otro día, hablando con un amigo se deslizó la expresión: “esto es muy humano”, y como es una persona muy reflexiva, me indicó: “¿te das cuenta de que, en la mayoría de las ocasiones en que decimos de algo que “es muy humano”, en el fondo tratamos de cubrir un defecto, una debilidad de quien lo hace? Me paré a pensar y resulta que sí, que es verdad.
Supongo que, como en otras ocasiones, es una especie de trampa del lenguaje que nos hemos tendido a nosotros mismos para hacer posible la disculpa, y conseguir así que determinadas cosas, que son molestas, no resulten tan estridentes. Hasta aquí todo parece comprensible, pero esto merece la réplica: ¿por qué no intentaremos con igual vehemencia potenciar en nosotros lo excelente, usar lo humano como plataforma para tender a algo más alto, para aspirar a lo sobrenatural, a lo divino? ¿No es eso acaso lo que Dios “espera” de nosotros? Cada vez que uno piensa que es hijo de Dios se le debería ensanchar el alma con afanes tan grandes que estallaran casi los botones de la camisa: ansiando el cielo.
Hoy es la Transfiguración del Señor. Jesús quiere que sus apóstoles, sus íntimos, experimenten precisamente esto: que la tierra se le queda corta al hombre, que el hombre está hecho para algo más grande. Y surge esa invitación maravillosa a subir la montaña. Siempre subir, la excelencia tiene consigo eso, el esfuerzo de mirar a lo alto, ver la cumbre y saber que para llegar hay que ponerse y, poquito a poco, vencer la resistencia y a lo más alto. Desde la cima del monte siempre se ven las cosas más claras, el aire más limpio.
He tenido la oportunidad de ir a Tierra Santa y subir al Tabor (ahora se sube en taxi, vaya por Dios), y desde arriba se ve un panorama espléndido, un horizonte donde tierra y cielo parecen besarse, como dos enamorados. Allí Dios hecho hombre, Jesucristo, después de aquella subida, quiso mostrar a aquellos tres agraciados, la más pura excelencia, y se transfiguró ante ellos. Dios sin disfraces, Dios en su esplendor. Todo habla de luz y de sol. Todo resplandece. Hasta tal punto que aquellos hombres sencillos, pobres, quedan como embriagados. Pedro dice cosas inconexas y escuchan la voz de Dios Padre: “Este es mi Hijo, mi Predilecto. Escuchadle”. La grandeza de Dios que se muestra al hombre, para que el hombre, a través de Dios pueda percibir cuál es el camino de su propia grandeza: el que Dios le invita a recorrer, para que escuche, para que obre.
Luego vendría el bajar el monte, luego vendría la Pasión pero luego la Resurrección, de la que la transfiguración había sido como un anuncio, como un destello anticipado. El caso es que nosotros estamos hechos para eso, para quedar transfigurados en Cristo y para resucitar. No estamos hechos para ser, sin más, muy humanos sino para trascender toda nuestra humanidad y ser muy divinos. Uniendo las dos cosas y quedando transformados. Es una pena que a veces no nos demos cuenta y nos quedemos al pie de la montaña.
Le pediremos a Nuestra Madre la Virgen que nos ayude a mirar para arriba, a tener la alegría de acompañar a Jesús por la ladera del monte, y subir con Él. Ella, si estamos cansados ,quizá nos tome en sus brazos, y nos hará todo más leve, y luego… la transparencia del cielo, y Dios con nosotros.