Isaías 22, 19-23; Sal 137, 1-2a. 2bc-3. 6 y Sbc; san Pablo a los Romanos 11, 33-36; san Mateo 16, 13-20

«Llegando Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?». Quizá el camino se hacía pesado y Jesús decide hacer esta pregunta enigmática para dar qué pensar a sus discípulos y entretenerlos. Quizá, antes de entrar en la ciudad de Cesarea y dar comienzo a la acción apostólica, Cristo quiere que los discípulos expliciten su fe. En cualquier caso la pregunta está hecha “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”, o lo que es lo mismo: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”.
La respuesta llega tímida y como de mala gana: no es fácil decir lo que no es fácil de explicar; no es fácil dar respuesta a una pregunta que aún hoy está sólo respondida a medias. Y Jesús, lejos de dar pistas, complica aún más la cuestión: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”. “En realidad no quiero saber lo que piensan los hombres, quiero saber lo que pensáis vosotros”. “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”. Jesús ha convertido aquel paraje de las afueras de Cesarea de Filipo en un lugar de examen, un lugar donde se realiza una pregunta importante, algo así como un laboratorio donde se ponen a prueba las cosas, donde se experimenta con ellas. Jesucristo experimenta con la fe de sus discípulos. Quiere medirla, pesarla, analizarla, valorarla. Quiere tomar medidas a su fe, para ver si es lo bastante fuerte, lo bastante grande. La pregunta de Jesús sin duda había sido objeto de los pensamientos de Pedro y los demás apóstoles. Ahora Jesús considera que ha llegado ya el momento de madurar. A partir de ese momento la relación entre Cristo y los apóstoles va a cambiar.
Pedro toma la palabra, ya sin titubeos, y, con el mismo desparpajo con el que otras veces se equivoca, ahora acierta diciendo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Podemos imaginar la emoción del momento. La emoción con que Pedro hizo esa afirmación. La emoción con que la escucharon los otros apóstoles. La emoción con que la escuchó el Señor. Pedro ha dado un paso al frente. Ha hecho un acto de fe explícito y ese atrevimiento no es, sin más, la manifestación de lo que pensaba: es un salto en su propia vida de fe. El Señor premia esa valentía con un robustecimiento en su fe. Pedro ha subido un escalón. Ojalá que cada uno de nosotros sepa dar una respuesta tan clara a la pregunta del Señor. Ojalá que nuestra fe, cuando sea analizada en el laboratorio de Dios, sea encontrada grande, firme y fuerte, como la de San Pedro. “Señor, ¡auméntanos la fe!”. Danos una fe que resista tu examen, danos una fe que soporte un trasvase, tan rica y abundante que se pueda transmitir a los demás.
“Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. ¡Viva, ha de ser nuestra fe! Vital, no sólo teórica. Nuestra fe ha de manifestarse, ha de ser vivida en medio de la familia y del trabajo. La fe no puede quedarse en el fuero interno. Como Pedro en el evangelio de hoy, conviene que se haga explícita. Las obras de cada persona tienen que ser capaces de explicar por sí mismas en qué consiste la fe de cada uno. En el fondo, nuestras obras son las que hablan de aquello en lo que creemos. Hemos de procurar vivir de fe. Hemos de esforzarnos para que Cristo esté en nuestras palabras y en nuestra conducta diaria. Hemos de pedir a Dios que nuestra fe no se reduzca a unas oraciones distraídas, que nuestra fe impregne todos los momentos de nuestro día.
A través de Nuestra Madre la Virgen lograremos del Señor tener esa fortaleza que nos ayude a creer más y mejor. Reflejándolo en nuestros actos, tal y como Pedro hoy, Benedicto XVI, nos está invitando a hacer, no teniéndole miedo a hacer operativa nuestra juventud.