Jeremías 20, 7-9; Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9 ; san Pablo a los Romanos 21-12, 1-2 ; san Mateo 16, 21-27

Muchas veces he imaginado al hombre, me he imaginado a mí mismo, echándole un pulso a Dios. Y me he imaginado como un charlatán de feria, intentando venderle la burra, vieja y llena de mataduras, haciendo las alabanzas de virtudes inexistentes y de actuaciones mil veces prometidas que nunca llegan. Voy a hacer esto, voy a hacer lo otro, si en el fondo no soy tan malo, si esto, si lo otro. Todo muy razonable, todo muy lógico… bajo el estricto criterio humano, bajo mi estricto criterio. Cualquiera podría ver con claridad que a Dios no le cabe otro remedio que estar de acuerdo. Y me he asombrado de que, en mi insensatez, confíe en mi propio poder de convicción que es, por supuesto, nulo si le aplicamos la otra lógica, la buena, la lógica sobrenatural, la lógica de Dios. A la vista está lo que soy yo (lo que somos en definitiva los hombres) y hasta dónde llegamos: un simple resfriado, por decir una cosa sencilla, y acabamos tumbados. ¿Por qué nos empeñaremos en echarle el pulso? El Señor, ante estas fanfarronadas, nos mira y se sonríe. El Señor tiene eso: muy buen humor y no se toma a mal las cosas.
Hoy, sin embargo, lo vemos dando un buen bocinazo a Pedro. Dios nos quiere como hijos y nos trata como hijos. Pero eso no impide que quiera que aprendamos y que nos trate como hijos que han de ser también discípulos. Y, unas veces con mano más suave, y otras veces con mayor fortaleza, siempre con paciencia, nos dice las cosas tal y como son, aunque haya que parar los pies cuando empezamos a ser tercos. Sabe que, en ocasiones, es la única manera de enseñarnos, porque es como si quisiéramos enmendarle la plana, una especie de enmienda a la totalidad, que hace una relectura de los planes de Dios, una relectura mundana y frívola, manipuladora.
Los planes de Dios pasan por la cruz, pasan por el sufrimiento, pasan por la entrega. El camino hacia la “victoria” no es un camino alfombrado de pétalos de rosa sino de la dureza de unas espinas y unos guijarros que pueden dejar los pies doloridos, con torceduras y heridas. El camino es así, y Él no nos quiere llamar a engaño. No podemos tentar a Dios, recreándolo a nuestro antojo: Dios no es un dios fatuo, un dios a la medida. Es un Dios salvador, que nos exige, llevándonos al tiempo de la mano. “¡Pedro, eso no!” Y Pedro, que es impulsivo, pero no tonto, se da cuenta de que tiene que envainar. La defensa de Dios y de sus cosas va en otra dirección. No termina de aprenderlo, otro momento excepcional será el Huerto de los Olivos, donde también intentará imponer sus propios criterios acerca de las cosas y tendrá que volver a envainar. Somos de Dios. Otro Pedro, el sucesor de Pedro nos lo ha recordado estos días en Colonia.
Le pedimos a Santa María, que nos dé esa capacidad de comprender el camino y adquirir el compromiso de no echarle pulsos al Señor y aceptar sus caminos.