san Pablo a los Colosenses 1, 1-8; Sal 51, 10. 11; san Lucas 4, 38-44

Anuncio, ya desde el principio, que hoy ha salido un comentario más denso. Pero en fin, no todos los días tiene uno la chispa igual. De cualquier manera también viene bien la reflexión por lo menudo. Digo yo. Así que vamos a ello.
Es sobrecogedor leer en el Evangelio que los demonios reconocen a Jesús como Hijo de Dios, y cómo Jesús les manda callar. Es como si detrás de todo esto pudiera deducirse algo que creo que sí que se puede deducir: hay “alabanzas” que mejor no oír y menos de labios del enemigo. Es curioso: se puede reconocer a Dios e ir en contra de Él. Eso nos puede dar pistas a la hora de comprender a los enemigos de Dios y de su Iglesia.
¿No es verdad que en muchas ocasiones nos preguntamos: pero vamos a ver, si éste o aquél dicen que no creen en Dios por qué tanta inquina con las cosas que se refieren a Él, por qué les molesta tanto que yo crea, por qué nos ponen tantas dificultades para que creamos? Lo lógico sería pensar que, si no creen que dejen estar, que miren para otro lado, debería darles igual, deberían dejarnos tranquilos, ellos a lo suyo y nosotros a lo nuestro. Pero no, muchos son como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer. ¿Por qué narices se ponen en ese plan? La respuesta, me temo que cae por su propio peso: porque creen. Así de fácil. Y no hay más ciego que el que no quiere ver ni más sordo que el que no quiere oír.
Todo esto puede parecer una especie de patinaje mental sobre hielo, pero creo que es un razonamiento bastante coherente. Hoy día hay que defender uno de los derechos del hombre, impresionante como todos, pero que quizá esté olvidado: el de la libertad religiosa. De vez en cuando hay que acudir a los grandes documentos para repasar en ellos los grandes principios, que nos refrescan las ideas para saber lo que somos y a lo que estamos llamados. Hoy toca recordar esto que aparece nítido y claro en el Vaticano II, concretamente en la Declaración sobre la dignidad del hombre: “Todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos” Dignitatis humanae, 2. Así es la vida, quiero decir que así es el hombre, y nada ni nadie le puede quitar eso que tiene por su propia dignidad. Consecuencias: muchas.
Hay mucha gente que, sabiendo esto, fuerza las cosas y tergiversando las cosas y haciendo lo blanco negro y lo negro blanco (eso que en toda tierra de garbanzos se llama mentir), lo que hace es presentar como progresista lo que conculca la libertad, y deja tiritando a las personas, porque las deja desprotegidas de lo que son sus derechos. Cuando se intenta reducir, por ejemplo, la religión al ámbito de lo privado se está haciendo algo de esto, porque se impide que las personas vivan su fe como tienen el derecho a vivirla. Si como se pretende, a veces, en borradores de “modus operandi” de algunos partidos, se ponen dificultades a manifestaciones de religiosidad popular, como romerías, procesiones, etc., porque eso ya está pasado, o dando otras explicaciones técnicas o tópicas, se está potenciando que la libertad religiosa quede a la intemperie. Otro modo es desacralizar lo sagrado: un modo concreto es intentar, con gran celo cultural, convertir en salas de concierto de música no religiosa ámbitos que son sagrados. Esto último da para más, pero vamos a quedarnos aquí porque se acaba el espacio.
Vamos a pedirle a Nuestra Madre la Virgen que nos ayude a dar gloria a Dios, de verdad, no con la boca chica, o de labios para afuera, sino desde dentro. Somos sus amigos, o mejor, sus hijos.