san Pablo a los Colosenses 1, 21-23 ; Sal 53, 3-4. 6 y 8; san Lucas 6, 15

Tengo para mí que una de las cosas más cansadas de este mundo es explicar lo evidente. Si uno, a las doce de la mañana y con un sol espléndido, intenta buscar argumentos para explicarle a un “marmolillo” que no es de noche, mientras te mira con escepticismo, es muy posible que acabemos desesperados si vemos que el otro sigue el razonamiento con “cara de haba”. Se acaban los argumentos y se acaba también la paciencia, porque se trataba, tan solo, de abrir los ojos y reconocer lo que ni siquiera requiere ser explicado porque se ve: es de día. Los círculos, por decir algo, son siempre redondos.
El caso es que hay que explicar cosas que saltan a la vista, pero hay que hacerlo. El Señor nos pone a veces en esa tesitura, será que tenemos que ganar en virtud. Me anima saber que cuando uno se ha roto algo y tiene luego que recuperar la movilidad, hay que empezar a dar los pasos como cuando uno empezó a caminar: echando un pie adelante y, después, el otro, intentando mantener el equilibrio y avanzar. La experiencia demuestra que no hay que dar nada por supuesto, que el sentido común es, muchas veces, el menos común de los sentidos, y que, por eso mismo, si uno no actúa como piensa, termina pensando como actúa. Llegamos a la conclusión, que no es ninguna tontería de tener que decir que el cuchillo, hay que recordarlo a veces, sirve para cortar porque hay algunos que habitualmente lo usan para otra cosa, por ejemplo para desatornillar.
He tenido la tentación, en más de una ocasión, de recopilar material para escribir algo sobre las cosas evidentes. Incluso había pensado en un título provisional: “las verdades de Perogrullo” (ese personaje de cuento, que a la mano cerrada le llamaba puño). Creo que daría para varios tomos y, quién sabe, se podría convertir en un auténtico best seller. El caso es que, a la luz de la carta de San Pablo de hoy, creo que sería muy bueno pedirle al Señor una buena dosis de sentido común, para que esa “mentalidad del mundo”, no se nos meta por los poros y acabe ocurriendo como en esas películas de terror: que terminamos siendo una especie de caparazón humano que los extraterrestres fagocitan para asaltar el mundo, gente sin personalidad, vencidos no ya por grandes enemigos, sino por las tonterías del ambiente, de otros que nos roban lo que somos.
Para eso, sentido común. Estamos en el centenario del Quijote, y algunos prohombres se apresuran a lanzar las alabanzas de la obra cervantina. Soy el primero en estar de acuerdo en ello. Cervantes es el gran renovador del género novelesco, o el que lo inventa, tanto da, y eso es algo que hace que se valore como uno de los escritores más importantes de la literatura mundial. Pero…, hay un pero, no hay que olvidar y esto a mí particularmente me entusiasma en él, que fue un hombre curtido en mil batallas (entre ellas, curiosamente, contra el turco, vaya por Dios), al mismo tiempo que supo convivir con las culturas limítrofes (lo de la tolerancia), y tuvo, aquí es donde yo quería llegar, un sentido común aplastante. Ese sentido común quién se lo enseño: pues la vida, que es una buena maestra, y su fe, que lo es todavía mejor. Si hay algo que destila el Quijote es fe cristiana de la buena, manifestada en sentido común rebozado de sentido sobrenatural. Ahí es nada.
Vamos a pedirle a Nuestra Madre la Virgen aquello que le oí a un venerable sacerdote: si perdiera la fe y el sentido común y me dieran a elegir en recuperar una u otra, la elección la tendría clara: recuperaría el sentido común, porque el sentido común me llevaría indefectiblemente hasta la fe.