Ezequiel 33, 7-9; Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9 ; san Pablo a los Romanos 13, 8-10; san Mateo 18, 15-20

“Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos”. Estas palabras que preceden, son dichas por Jesús y hoy, el Evangelio de la Misa, nos las presenta para nuestra consideración.

La verdad es que esta costumbre de corregir a un hermano en la fe, está muy en desuso. Es más, quizá ha quedado reducida ésta práctica a ámbitos de órdenes religiosas o de personas que han adquirido un compromiso previo en el que de modo expreso, “se pide” y, consiguientemente, se acepta hacer esta corrección.

¿Por qué no se practica de un modo más frecuente? Debería de ser, en primer lugar, algo habitual. El Señor no parece indicar que esta práctica de la corrección se deba de hacer sólo de modo excepcional o extraordinario, sino para todos los hermanos, y en el momento que hubiera algo que está mal: “si tu hermano peca, repréndelo a solas”.

La contestación que podría explicar mejor por qué no es práctica habitual, quizá sea porque va directamente contra la soberbia; y este defecto nuestro, está muy arraigado y es el que más mal hace en nuestra alma: nos cuesta que, después de haber hecho algo mal, un pecado -“si tu hermano peca–, lo aceptemos. Ciertamente es muy difícil reconocer que hemos hecho algo que es pecado (grave o leve, pues no tiene que ser necesariamente algo tremendo, horroroso o grave). A veces, la dificultad estriba incluso en que eso que hemos hecho ni nosotros mismos le llamamos “pecado”. Esa es la primera dificultad: la soberbia de no reconocer que hemos obrado mal. Luego vendrá la dificultad segunda que será el admitir que venga otro a decirnos que hicimos mal, y, como digo, lo aceptemos.

Por esa razón, si alguien viniera a corregirnos, quizá lo primero que pensaríamos sería que “no está mal lo que he hecho”; y, en segundo lugar, suponiendo que lo reconociéramos, vendrá la dificultad de admitir de buena gana y con agradecimiento que otro venga a decirnos lo que está mal: “¿quién se ha creído que es él para corregirme?”. “¿Acaso él no comete errores?”. “¿Es que él todo lo hace bien?”

Como se ve, todas esas actitudes, que probablemente las reconozcamos tan nuestras, son todas fruto de la soberbia. Porque tenemos un concepto tan bueno de nosotros mismos que difícilmente reconocemos que nos hemos equivocado, que hemos hecho algo mal. Y, aún más difícil aceptar con humildad la corrección.

El Señor, sin embargo, nos anima a reconocer esa acción mala, incluso habla de que si actuamos así, nos salvamos. Por tanto, si después de oír de quien nos corrige lo que es “pecado”, lo aceptamos, dice el Evangelio, “has salvado a tu hermano”.

Agradezcamos siempre que alguien -los padres, un amigo, un profesor, un jefe en el trabajo-nos corrige por algo que hemos hecho mal. Al menos servirá para ejercitarnos en una de las grandes virtudes, en la de la humildad.