Hebreos 5, 7-9; Sal 30, 2-3a. 3b-4. 5-6. 15-16. 20; san Juan 19, 25-27

En la Misa de ayer, hacíamos algunas consideraciones sobre cómo la Cruz es la señal del cristiano, su alegría, el lugar donde se encuentra con Cristo y dónde culmina su vida: cooperando en la obra redentora de Cristo. La muerte de Cristo en la Cruz es el inicio de la salvación de la vida del hombre: Cristo vino al mundo para que muriendo en la Cruz nos abriera las puertas del cielo.

Hoy, la Iglesia quiere “añadir”, con el Evangelio que ha querido que sea el siguiente al del día de ayer, el recuerdo necesario de que junto a la Cruz está siempre la Virgen: “junto a la cruz de Jesús estaba su madre”, leemos en el Evangelio de la Misa de hoy.

Ante las posibles desgracias que nos puedan sobrevenir a lo largo de nuestra vida, que son permitidas por Dios para reconducir muchas veces nuestra vida, o para que maduremos cristianamente, o para que nos purifiquemos por nuestros pecados -purificamos con la penitencia y la mortificación, con la cruz-, sino que, conocedor de lo difícil y arduo que esto resulta para nosotros, ha querido Dios disponer que tengamos siempre a nuestro lado a su Madre y Madre nuestra.

La Virgen la ha querido Dios a nuestro lado porque Ella es el consuelo de los afligidos, el refugio de los pecadores, salud de los enfermos, auxilio de los cristianos; dicho de otro modo, ella es nuestra esperanza -“spes nostra”-, porque es la Puerta del cielo, la Estrella de la mañana, porque en Ella encontramos nuestra fortaleza porque es para nosotros la Torre de David, la Torre de marfil. Ella es la que nos da luz ante nuestras dudas u oscuridades, porque es el Trono de sabiduría, y sobre todo porque la Virgen es para nosotros -a causa de nuestros pecados y debilidades-la que más necesitamos en nuestra vida porque ella es Virgen clemente.

Por eso cuando el cristiano se encuentra con la Cruz, puede tener la seguridad de que no está solo, de que no está solo con Cristo haciéndole participar de su vida redentora, sino que, además está seguro de que junto a él -como lo estaba junto a Cristo en la Cruz-está la Virgen. Por eso, la virgen María la causa de nuestra alegría.