san Pablo a Timoteo 6,2c-12; Sal 48, 6-8. 9-10. 17-18. 19-20 ; san Lucas 8, 1-3

En el Evangelio de hoy, San Lucas nos habla de tres mujeres que, junto con sus discípulos, acompañan al Señor: “María de Magdala, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de herodes; Susana”. Estas son las tres que salen con su nombre, pero añade el Evangelio que también le acompañaban “otras muchas que le ayudaban con sus bienes”.

Al parecer, si nos situamos en la época en el que el Señor viene a visitarnos (ahora sigue visitándonos y, de manera especial, en las especies sacramentales de la Eucaristía), el que un “profeta” o un “filósofo”, en definitiva “un maestro”, se dejara acompañar de unas mujeres, o dicho de otro modo, que unas mujeres formaran parte de su séquito, era muy novedoso.

Todos sabemos el lugar que la mujer ocupaba en la sociedad romana y más aún en la sociedad judía. Por eso, en la actitud de Jesús debe existir un verdadero agradecimiento al “Maestro”. Cristo nos habla de la dignidad de la mujer.

Efectivamente, en la Iglesia la mujer y el hombre gozan de igual dignidad. Dentro de la dignidad común, hay en la mujer, sin duda, características peculiares. Se ha pensado, en ocasiones, por quienes desconocen la realidad de la mujer, que el hecho de que en la Iglesia no se ordene a las mujeres, signifique denigración o de “ser de segundo orden”. Se confunde la igualdad fundamental de hijos de Dios, con una diversidad de funciones que, realizado por Cristo de esa manera, no significa en modo alguno un desprecio o desconsideración. Porque todos los bautizados -hombres y mujeres-participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios.

Sin entrar en distinciones o matizaciones más sutiles, bastaría decir que no entienden esto quienes piensan -creyentes o no-, que un arquitecto es “más” que un albañil. En realidad el que es “más” en el cristianismo es aquel que “más” ama al Señor. Es más importante para el cristianismo una mujer como Santa Teresa de Jesús que un rey, Enrique VIII, pongamos por caso, que no vivió acorde con la ley de Dios y con su fe cristiana. Son estos dos ejemplos solo para significar que no importa el sexo de la criatura, ni su función en la sociedad, sino su vida personal vivida o no cara a Dios.