Isaías 55, 6-9; Sal 144, 2-3. 8-9. 17-18; san Pablo a los Filipenses 1, 20c-24. 27a; san Mateo 20, 1-16

Hace unos días que los niños han empezado el colegio, los mayores han vuelto al trabajo y en las parroquias empezamos a inscribir para la catequesis y a poner en marcha los distintos grupos y actividades. Para organizarme un poco me he tomado unos días fuera de mi parroquia. Durante cinco días sustituyo a Fernando, iniciador de estos comentarios, él se puede ir de vacaciones y yo cambio de ambiente. En más de diez años que llevo de sacerdote casi nunca he estado en una parroquia donde la gente se confiese frecuentemente. En esta sí hay costumbre y como confesando es como más se realiza un sacerdote esperaba estos días con verdadera ilusión. Pero, justo antes de venir, se me ha puesto un tapón (o una infección, no sé, ya iré al médico si continúa), en el oído izquierdo y oigo menos que una tapia de hormigón armado. Así que me siento en el confesionario y como el penitente sea tímido y hable bajito me encomiendo al Espíritu Santo y que la Iglesia supla. Me temo que si pregunto ¿qué ha dicho?, el penitente entienda que he exclamado ¡qué ha dicho! Y crea que me he escandalizado. En fin, confesar así es una tortura. No lo he dicho mucho no sea que se me forme una fila interminable, y ¡todos a confesarse con el sordo!
“Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos.” Si hay verdades cristianas que tendríamos que grabar a fuego en nuestra alma, ésta es una de ellas. Por mucho que organicemos, planifiquemos y proyectemos (que, sin duda, es necesario), tenemos que dejar al menos un resquicio abierto a la Providencia de Dios. Quien quiere tenerlo todo controlado se desespera cuando descubre que lo que tanto le había costado preparar es un fracaso, o tiene éxito lo que menos importancia le había dado.
Tenemos que darnos cuenta de que el Señor puede hacer lo que quiera, y nosotros no somos quién para impedírselo. Nos podemos encontrar en un dilema -como San Pablo-, pero sabiendo que lo importante es llevar “una vida digna del Evangelio de Cristo.” Así, hagamos lo que hagamos, si lo hacemos con rectitud de intención, sea un éxito o un fracaso, conseguiremos que “Cristo será glorificado abiertamente en mi cuerpo, sea por mi vida o por mi muerte.”
Me gustaría comenzar el curso con ese ánimo, aunque noto el “el peso del día y el bochorno,” y eso que no creo haber llegado al mediodía de mi vida sacerdotal. Me gustaría quejarme al Señor, pero tendré que hacer propósito de no hacerlo, para no tener que escucharle: “¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?” Porque es verdad que Él puede hacer lo que quiera, y yo quiero hacer lo que Él quiera. ¿No te sucede lo mismo muchas veces?.
Por eso vamos a comenzar el curso poniéndonos metas altas, muy altas, pero nuestro destino no serán esas metas. Nuestro destino es Cristo y, aunque a veces nos duelan los riñones, pensemos que hemos tenido la suerte de encontrarnos muy temprano con Él. Otros siguen viviendo la vida, asqueados en la plaza, sin saber que está cerca el dueño de la viña. ¿Qué caminos recorreremos este curso? No lo sé, pero si lo hacemos de la mano de nuestra madre la Virgen, seguro que será un buen camino, lleno de frutos. De momento mañana vuelvo a mi confesionario, que en ese, como no va casi nadie, da igual que tengas un tapón en los oídos.