Efesios 4, 1-7. 11-13; Sal 18, 2-3. 4-5 ; san Mateo 9, 9-13

Demostrado: La mejor manera de estar enfermo es ir al médico. Ayer fui al otorrino para que me quitase lo que creía que era un tapón en el oído y, después de un rato de mirarme oídos, narices, faringe y demás no había tapón que valiera. Lo que había era una otitis, el tabique nasal desviado, las cuerdas vocales hechas un cisco. Así que en vez de salir del médico con un poco de cera menos, lo que saqué en limpio son tres pastillas diferentes dos veces al día, un inhalador y, para alegrarme la existencia, sin fumar. Y es que no hay nada como ir al médico para descubrir lo enfermos que estamos.
“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.” El Señor no está para “inventarse” enfermedades, sino para hacer un certero diagnóstico. Si mi otorrinolaringólogo me hubiera dicho que tenía un tapón de cera y me hubiera mandado a casa sin más, yo hubiera sido feliz y estaría echando un cigarrito mientras escribo este comentario, pero en poco tiempo la infección habría destrozado definitivamente el tímpano.
Hoy muchos prefieren hacerse sus auto-diagnósticos y no escuchan lo que la Iglesia dice. Deciden lo que es bueno o malo (o es bueno o malo dependiendo de la circunstancia) y, poco a poco, se van quedando sordos para escuchar la Palabra de Dios y ser dóciles al Espíritu Santo. Será mucho más “fácil” seguir nuestro propio diagnóstico y administrarnos nuestras recetas, pero lo más seguro es que sea inútil.
Hazte una idea con el Evangelio de hoy. Por un lado Mateo, en el día de su fiesta, que estaba sentado en el mostrador de impuestos. Por el desprecio que provocaba entre los judíos el ejercer su oficio seguro que quería aparentar mucho más de lo que era. Vestiría con ciertos toques de lujo (un poco “pijo” para sus tiempos), y su sonrisa de superioridad sobre los demás querría demostrar que no sólo no tenía nada malo su profesión, sino que era él quién se situaba en un plano superior a los demás. Se creería “sano,” más sano y bueno que todos los que le rodeaban.
Por oto lado Cristo que se acerca y le dice: “Sígueme.” Esa invitación no era una simple petición. El Señor le decía, y Mateo así lo descubrió: “Deja tus apariencias, tus mentiras, tu orgullo, todas tus tonterías que procuras ocultar a los ojos de los demás e incluso a ti mismo, y comienza una vida nueva a mi lado. Conoce la misericordia divina y no seas esquivo al amor de Dios.” Y Mateo le siguió.
Esa es la maravilla de fiarse de Dios, de escuchar lo que la Iglesia nos dice. Seguramente no escucharemos lo que nos guste, ni tan siquiera lo que nos apetezca hacer o aquello para lo que creemos que tenemos fuerza o capacidad suficiente. Oirás la verdad y, por lo tanto, se le podrá poner remedio a tus males. Cuando se oculta el pecado, o se le niega la existencia, se comporta uno como un médico que negase la existencia del cáncer para no poner triste a sus enfermos, se le morirán sin saber por qué.
Tú y yo queremos escuchar (yo espero hacerlo mejor cuando se me pase la otitis), a Cristo. Sabemos que nuestra sinceridad en la respuesta al Señor es la correspondencia a la sinceridad de su llamada: “Sígueme.” Y el Espíritu Santo habla en la Iglesia, bajito, discretamente, siempre con misericordia. Cuando dudes pídele luces a la Virgen, que conoce perfectamente la voz de su Esposo.