Barue 4, 5-12. 27-29; Sal 68, 33-35. 36-37; san Lucas 10, 17-24

Espero que mi vicario parroquial no lea este comentario. Hasta hoy ha cobrado el sueldo (aunque me ha hecho dudar sobre si alguna vez hemos cobrado “lo que nos tocaba” o menos, creo que menos siempre). Hoy empieza a vivir y trabajar en otra parroquia. Sinceramente, a mí me hace polvo. Llegó a esta parroquia de seminarista, el seminario decidió que tenía que costarle ordenarse, ha dado sus primeros pasos de sacerdote conmigo y, conociendo todas mis miserias y estupideces, me ha aguantado tres años. Comencé esta “tanda” de comentarios muy pesimista, con desgana. Hace unos pocos días tuve una reunión en la que sacerdotes y laicos nos expresábamos (yo incluido…, yo principalmente), como verduleras (en el peor sentido de la palabra). ¿Qué pinto yo, él, el otro, en estas lides barriobajeras? Sinceramente, no lo sé, pero aquí me quiere Dios.
Hoy, día de santa Teresita -la de la Virgen de la sonrisa-, mi vicario parroquial estará en otra parroquia, que ha ido conociendo estos días. Le veo feliz, disfrutando de la buena educación de la gente, del trato de sus compañeros sacerdotes, de confesar a personas “normales,” del ambiente de amor a la Iglesia que se respira en su parroquia. Yo (cada vez que escribo esa palabra me duele el alma, ¡“yo” no existe!), me quedo solo, a pelearme con molinos de viento que empiezo a creerme que son gigantes, pero estoy feliz.
“¡Ánimo!” nos repite la primera lectura de hoy. Pero no es un ánimo dicho con voz quejumbrosa, del que anima al que no tiene solución. Es un “¡ánimo!” auténtico, de verdad. Cuando te sobra de todo es difícil encontrar la felicidad, cuando te falta de casi todo, brilla más que la más brillante estrella, es cualquier resquicio y entonces te dices: ¡Ánimo!.
Cientos de veces he predicado la segunda parte del evangelio de hoy en funerales. Hasta hoy no lo había unido a su principio. “Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo.” ¿Qué puedo hacer yo para ser sentirme orgulloso?: ¿Convertir a toda mi parroquia? Lo habrá hecho el Espíritu Santo. ¿Ganar dinero, prestigio, categoría? Al final me iré en una caja, como todos. ¿Sufrir? Mis sufrimientos fueron los suyos, los de Cristo. ¿Amar? Diego, con nueve años, -del que algún día os hablaré si no lo hace otro-, amó mucho más que yo y me creo que hago “algo excepcional.”
¿¡Ánimo!? Por supuesto, hay que “comerse” el mundo, aunque sea otro el que “engorde.” ¡Ánimo!, pues el amor de Dios está a la vuelta de cada esquina y no podemos estar despistados mirándonos el ombligo. ¡Ánimo!, pues en lo sencillo está Dios. ¡Ánimo!, pues cada día vemos y oímos a muchos quieren ver y escuchar lo que oís, y no pueden hacerlo, demasiado ocupados en verse y escucharse a sí mismos. ¡Ánimo!, pues Dios es Dios, a pesar de nosotros mismos, de nuestro entorno, de nuestros jefes y compañeros, de los incrédulos, a pesar de los que son realmente malos.
¿Tanto repetir hoy “¡ánimo!” no es un truco psicológico para ocultar el desánimo? Me basta mirar a mi Madre del cielo ( a Nuestra Señora de la Sonrisa que he puesto como fondo de escritorio del ordenador), para que resuene en mis oídos: “Si un día os empeñasteis en alejaros de Dios, volveos a buscarlo con redoblado empeño. El que os mandó las desgracias, os mandará el gozo eterno de vuestra salvación.” ¿O no es cierto? La Virgen nunca nos miente.
Me atrevo a pediros que os acordéis en vuestra oración de mi, desde hoy, “exvicario parroquial,” para que consiga disfrutar de su sacerdocio en lo humano y en lo divino. Otros lo haremos a la manera que Dios quiera.