Jonás 3, 1-10; Sal 129, 1-2. 3-4; san Lucas 10, 38-42

Llevamos unos cuantos días siguiendo las “desgracias” del profeta Jonás. Fue arrojado al mar (porque traía mala suerte), engullido por un gran pez, arrojado a tierra… y ahora, para colmo de calamidades, tiene que anunciar a toda una ciudad, Nínive, la ruina que se avecina sobre ella porque ha vuelto la espalda a Dios. Todos hemos tenido la experiencia de ese personaje singular que no deseamos tener cerca porque, ante cualquier desdicha, le echaremos a él la culpa. Lo denominamos “gafe”. Ahora bien, Dios se sirve siempre de cualquier instrumento para que se manifieste su gloria. Lo importante, lo único que Dios va a pedir, es la docilidad. Y éste era Jonás. Me lo imagino un tanto taciturno, quejoso, algo miedica… y gafe. Pero, a pesar de tantas limitaciones, Jonás era obediente a la palabra del Señor. Cuando le pide que se levante y anuncie a la ciudad de Nínive lo que allí va a ocurrir, lo hace con prontitud, dedicándose todo un día a recorrer sus calles, y gritando: “¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!”.

Quizás también nos encontremos tú y yo a algunos que van proclamando desgracias que van a suceder de un momento a otro. Sin embargo, tenemos la gran mediación de la Iglesia, que es la que, con su magisterio y la inspiración constante del Espíritu Santo, nos ayuda a discernir a los auténticos profetas de los falsos. El problema se encuentra cuando a la misma Iglesia la denominamos “gafe” porque no nos gusta lo que dice. Dios empleó a los profetas en el Antiguo Testamento para manifestar su voluntad y denunciar la falta de lealtad del pueblo de Israel. Ahora, cuando Cristo ha instituído a la Iglesia como medianera entre Dios y los hombres, ya no se trata de gustos u opiniones, sino que es un deber fiel (y agradecido) por nuestra parte el estar atentos a lo que nos dice en todo momento. La Iglesia no tiene otro empeño sino el de ser perseverante en el seguimiento a su Maestro, y cuanto ata y desata en la tierra, queda atado y desatado en el Cielo, porque así lo ha querido Dios. ¿No nos llena esto de una santa seguridad? ¿No es cierto que, a pesar de tantos siglos, tantas dificultades, y tantas limitaciones humanas, la Iglesia es la única institución que salvaguarda la dignidad humana hasta las últimas consecuencias, e indicarnos el camino seguro hacia el Cielo?

“Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”. Podemos ponernos nerviosos por muchas cosas, pero lo único que nos ha de preocupar es el pecado. Escoger la mejor parte, como lo hizo María en el Evangelio, es buscar la voluntad de Dios, y no quedarnos en la cerrazón de nuestros juicios u opiniones que nos hacen vacilar y dudar. La Iglesia, más allá de un “pepito grillo” respondón, o un “gafe” anunciador de catástrofes, es Madre. Todos también hemos tenido la experiencia de las reprimendas de nuestros padres ante las tonterías que hacíamos de pequeños, pero con el tiempo hemos descubierto que fue la mejor de las maneras de educarnos y, sobre todo, de manifestar su amor hacia nosotros.

¿Cuantas “tonterías” nos evitaríamos si estuviéramos más atentos a lo que nuestra Madre la Iglesia nos dice? No somos máquinas, por supuesto, y la invitación que nos hace la Iglesia en todo momento es que apliquemos nuestra inteligencia a lo que nos dice, porque es lo más “razonable” ante Dios. Descubrir esto, además de darnos tranquilidad, nos llenará del convencimiento de que hemos escogido la mejor parte, y que nadie nos la quitará. Esto hizo la Virgen María, coger la mejor parte, la gracia de Dios, y rebosar del Espíritu Santo en todo momento.