Deuteronomio 8, 7-18; 1 Cro 29, 10. 11 abc. 11 d- l2a. 12bcd; Corintios 5, 17-21; san Mateo 7, 7-11

Me vas a permitir, Joaquín, que sea yo, uno de los cuatro sacerdotes que escribimos el comentario del Evangelio cada día, el que te agradezca la delicadeza y el cariño con que te has dirigido a nosotros para hacernos alguna indicación acerca de lo que escribimos y cómo lo escribimos. Como supongo que ningún otro lector te reconocerá, me he tomado la licencia de dar tu nombre, así como darte el mío, Juan Pedro, que sí que tengo la encomienda de leer cada una de las cartas que nos dirigís. Perdona que te tutee, pero suele ser algo habitual (por lo menos en mi país) en un sacerdote que se dirige a un alma para hablarle de Dios.

Y de esto se trata, de hablar sólo de Dios. Un sacerdote, que es un enamorado de Jesucristo, habla de Él pero, fundamentalmente, habla con Él. Creo que mis otros compañeros sacerdotes, que escriben también estos comentarios, estarán totalmente de acuerdo conmigo (nos conocemos bien), en que nuestra vida sacerdotal está anclada en dos pilares esenciales: la celebración de la Eucaristía y la oración. Es la manera de dar gracias a Dios, en todo momento, por tanto bien que nos regala. En la Santa Misa también desagraviamos al Señor, en nombre de su Hijo Jesucristo, a la vez que ofrecemos nuestra vida entera para que sea un instrumento adecuado a su voluntad. ¡Qué maravilla!… Dios es capaz de depositar en las manos pecadoras de un sacerdote toda la eternidad y la infinitud divinas para que sean favorecidas a los hijos de la Iglesia. Es lo que el domingo pasado, Benedicto XVI, en su homilía con motivo de la apertura del Sínodo sobre la Eucaristía nos decía: “En el cenáculo Jesucristo anticipó su muerte y la transformó en el don de sí mismo, en un acto de amor radical. Su sangre es don, es amor y por este motivo es el verdadero vino que se esperaba el Creador. De este modo, Cristo mismo se convirtió en la viña y esa viña da siempre buen fruto: la presencia de su amor por nosotros, que es indestructible”.

Y también esto, amigo lector, es hablar de Dios y hablar con Él. ¿Has pensado cuántas cosas son verdaderamente esenciales en la vida? Yo, cada día que pasa, estoy convencido que son muy poquitas. Como decía un santo sacerdote: “Yo ya voy siendo viejo, y los viejos vamos dejando como accidentales cosas que antes, de jóvenes, parecían importantes. Yo me voy quedando con lo esencial, voy llegando a una síntesis. Y esa síntesis es: en lo humano, tal y como decía san Pablo, ‘todo es para bien’; y, en lo sobrenatural, hablar con el Padre, hablar con el Hijo, hablar con el Espíritu Santo. Lo demás no tiene importancia”. No he llegado aún a los cincuenta años, pero sí le pido a Dios que sólo anhele lo esencial… y que sepa “perder” el tiempo sólo con Él, y esto en medio de mis obligaciones diarías (pastorales o no), y en mis relaciones humanas (familiares, laborales, etc.), ya que cualquier situación (hasta la más insignificante) es la más idónea para tratarle a Él y amarle un poco más.

Hoy la Iglesia celebra la fiesta de “Témporas de acción de gracias y petición”. Aunque esta celebración hace memoria de tiempos de recolección, también nosotros debemos recoger los mejores de nuestros frutos (esa sonrisa, ese cansancio, esa duda, esa alegría…) para transformarlos en amor de Dios. Y una de las consecuencias de tratar al Señor es, precisamente, la invitación que nos hace hoy san Pablo en la carta a los Corintios: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios”, que es además el punto de partida para reconciliarnos con los demás… siempre en nombre de Dios. Es también la petición que hacemos al Señor, porque sabemos, tal y como nos dice Jesús en el Evangelio, que nada se nos rechazará si es para su gloria y para el bien de las almas: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre”.

Por último, quiero que me permitan los lectores que, una vez más, me dirija a Joaquín, para darle las gracias de todo corazón (y en nombre de cada uno de los sacerdotes que hacemos estos comentarios con tanto cariño, aunque en ocaciones con muchas deficiencias) por sus consejos, y que ya, todos los días, lo encomiendo en la Santa Misa (a él y a todos y cada uno de los que cotidianamente leéis estas líneas), con la garantía de pedir además la intercesión de nuestra Madre la Virgen para que derrame sobre vuestros corazones paz y bien.