Joel 4, 12-21; Sal 96, 1-2. 5-6. 11-12 ; san Lucas 11, 27-28

Hace algunas semanas mi compañero Nacho decía, en estos mismos comentarios, que iba a dejar de fumar. No sé si lo habrá conseguido. Yo, desde luego que no. Y aunque no tengo la intención de abandonar a mis “camaradas” de humo, sí que reconozco que mucho bien no me hacen. Es cierto que hay toda una campaña desatada contra nosotros, “indefensos” fumadores, pero también lo es que las enfermedades del pulmón o la garganta tienen cómplices con nombres y apellidos. Y puede ocurrirnos lo que al pastor y al lobo que, al final, sea verdad que venga el de los dientes largos… y nos coma.

También, en el Antiguo Testamento, Dios parece repetir muchas veces las mismas cosas. Son avisos acerca del abandono del Pueblo de Israel, y cómo los profetas, enviados de Dios, recuerdan, una y otra vez, esa dejadez y ese dar la espalda al que les llevó a la Tierra Prometida. ¿Por qué no todos hicieron caso de esas recomendaciones? Quizás nos deberíamos preguntar nosotros lo mismo. Han transcurrido más de dos mil años, y da la impresión de que tengamos los mismos interrogantes y las mismas dudas. Que seguimos sin fiarnos de quien realmente es capaz de ayudarnos y, aunque nos prediquen por activa y pasiva, ponemos las mismas condiciones: “Si no lo veo y no lo toco, no me lo creeré”. Lo curioso, sin embargo, es que todos los días vemos muchas cosas (que también tocamos), y seguimos sin convencernos. Puedo obtener un capricho determinado, comprarme el coche soñado, tener el trabajo deseado, comerme mi plato favorito, pero… aún eso, que veo y toco, no me hace plenamente féliz.

¿Qué es lo que no funciona? “Simplemente” que sigo poniendo el corazón en lo que me me va a dejar insatisfecho. Cuando Dios en el Antiguo Testamento, y Jesucristo en el Nuevo, nos repiten por doquier cuál es el deseo íntimo de nuestro corazón (contemplarle a Él), nos imaginanos algo que acontecerá al final de nuestra vida. ¡No nos creemos que pueda ser cierto, aquí y ahora! Nos imaginamos que vivir en el mundo es incompatible con tratar personalmente a Dios. Que sólo las beatas, las monjas y los curas han elegido un “status” singular (unos tipos raros, diríamos), para hacer cosas que la gente “normal” nunca haría.

En una oración improvisada del Papa, con motivo del Sínodo de la Eucaristía, decía hace unos días: “Hay que ser sensibles a la presencia del Señor que toca a mi puerta. No debemos ser sordos a Él, porque los oídos de nuestros corazones están tan llenos de tantos ruidos del mundo que no podemos escuchar esta silenciosa presencia que toca a nuestras puertas. Reflexionemos, en el mismo momento, si estamos realmente dispuestos a abrir las puertas de nuestro corazón; o quizás nuestro corazón está lleno de tantas otras cosas que no hay espacio para el Señor y por el momento no tenemos tiempo para Él. Y así, insensibles, sordos a su presencia, llenos de otras cosas, no escuchamos lo esencial: Él toca a la puerta, está cerca de nosotros y así está cerca la verdadera alegría que es más potente que todas las tristezas del mundo, de nuestra misma vida”. Y esto nos lo dice Benedicto XVI a todos los hombres y mujeres de la Iglesia… ¡ a todos!

Una vez más, el Santo Padre, como los profetas en el Antiguo Testamento, nos avisa de la llegada del “lobo”. Y nos da un remedio: abrir las puertas a Cristo, tal y como repetía su antecesor Juan Pablo II. Y esto no son palabras de alguien que opina más o menos, sino que va en la línea de lo que Jesús nos dice claramente en el Evangelio de hoy: “Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Así lo hizo la Virgen, y así se cumplió: Dios se encarnó (un hombre que pudo ser visto y tocado por muchos) para nuestra salvación… ¿Seguimos pidiendo ver y tocar?