Isaías 25, 6-10a ; Sal 22, 1-6; san Pablo a los Filipenses 4, 12-14. 19 20; san Mateo 22, 1-14

Cuando leía el pasaje del Evangelio de hoy recordaba un titular que nos brindaba una agencia de noticias esta semana: “Un hombre se ‘casa’ con dos mujeres bisexuales en Holanda”. La consecuencia lógica de esta “anécdota” no es otra que un paso más para destruir los fundamentos del matrimonio y, de esta manera, desaparezcan los límites que garanticen una normalidad en la institución de la familia. Porque esa normalidad es la verdadera fuente de un comportamiento social sano y auténtico. Y pongo lo de “sano” a conciencia, pues ya es hora de que advirtamos la enfermedad a la que estamos siendo sometidos, justificando aquello que puede medrar las raíces de lo que llamamos “humano”. No estoy diciendo en abosoluto que no haya que ser comprensivos con los que tienen determinado tipo de “tendencias” (en ocasiones por causas ajenas a su voluntad), sino que no puede llamarse matrimonio, institución que tiene carácter sacramental para los cristianos, a aquello que viene impuesto por otro tipo de querencias (afectivas, ideológicas, etc.), y que nada tienen que ver con lo que le corresponde de manera natural.

Se le critica a la Iglesia de irresponsable, inquisidora y reaccionaria ante este tipo de hechos. Pero nadie la defiende cuando le intentan dar gato por liebre. Cuando Jesús dice en el Evangelio: “El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo” sabemos muy bien a qué tipo de matrimonio se refiere. De hecho, Él también estuvo en las Bodas de Caná, y además vivió y creció en una familia normal, donde los padres eran un hombre (san José) y una mujer (la Virgen María), y en ningún momento quiso dar pie a algo contrario de lo normal. Además, Dios nunca puede contradecirse así mismo y, de esta manera, cuando creó a Adán y a Eva (“hombre y mujer los creó”), sabía muy bien a qué fin estaban destinados: a vivir en semejanza con su Creador, que es amor, y a crecer y multiplicarse, como fruto de ese amor y signo ineludible de su propia naturaleza. Lo “más fuerte” de todo esto es que Dios selló al hombre con el distintivo de la libertad, que no se encuentra en otra criatura del universo, siendo su voluntad que el ser humano, con el ejercicio de esa libertad, entre a formar parte del plan divino. Y no es que esté el hombre “constreñido” a algo que es capricho de un ser superior, sino que cuando se “desvía” de aquello para lo que fue creado, entonces sí que su libertad queda disminuida o, incluso, puede desaparecer, porque es como andar ciegos en algo que no le corresponde en absoluto (¿nos imaginamos, por ejemplo, a una trucha diciendo: “¡ya no me da la gana de estar bajo el agua!, a partir de ahora me quedo todo el día tomando el sol en la playa”?

“Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”. Dios te ha llamado a ser algo muy especial, pero quiere hacerlo contando contigo, con tu libertad. Quiere que llegues a formar parte de algo tan extraordinario que no somos capaces de imaginar, porque se trata de obtener una felicidad que nada, ni nadie, fuera de Él, puede ofrecerte… ¿Dios podía haber hecho las cosas de otra manera? Tú debes contestarte que, de hecho, eres como eres (tal y como Dios te ha creado, y no como quisieran empeñarse otros) y, por tanto, esta es la mejor de las maneras. Es más, siendo fieles a la voluntad de Dios ya somos más felices, y vamos obteniendo el ciento por uno aquí en la tierra.

Doy gracias infinitas a Dios por haber tenido un padre y una madre que han sabido gastar su vida por mí de una manera tan generosa, y rezo por aquellos matrimonios que pasan tantas dificultades porque, en último término, también redunda en la felicidad y seguridad de sus hijos… Que nunca te den gato por liebre, y agradece a Dios que también te ha regalado ese don precioso que es su santísima Madre, y que es además Madre de todas las familias cristianas.