Crónicas 15, 3-4. 15-16; 16, 1-2; Sal 26, 1. 3. 4. 5; san Lucas 11, 27-28

A veces (por no decir casi siempre) despreciamos las cosas pequeñas o que consideramos sin importancia. Recuerdo que, en una ocasión, un familiar me comentó que le había un salido un pequeño grano en la cara. No le dio importancia, incluso intentó quitárselo con un alfiler. Pasó el tiempo, y aquel grano se convirtió en un furúnculo que acabó en un cáncer maligno… Gracias a Dios se le pudo extirpar, pero la cara de este primo mío es ahora un auténtico “poema”. También hay detalles nimios, que siendo positivos, no les damos importancia por ser de “poca monta”. Así, por ejemplo, una sonrisa, un beso, una felicitación o una palabra, las podemos evitar por considerarlas de gente inmadura, o que “uno no va a estar con tonterías de este estilo”. Pues bien, todos hemos visto en algún momento cómo se han ido a pique matrimonios, amistades o relaciones familiares por considerar que no era necesario tener detalles de convivencia o cariño, y conforme han transcurrido los años veo con más claridad la importancia de poner amor, mucho amor, en esas cosas que, por su insignificancia, alcanzan un relieve incomensurable. De esa fidelidad en lo pequeño dependen muchas alegrías y perseverancias… te lo aseguro, en nombre de Dios.

Es Dios quien, precisamente, nos regala esta fiesta de hoy tan hispánica: la Virgen del Pilar. Y cuando hablo de lo hispánico también me refiero al mundo latinoamericano, que nos ha dado muchas lecciones en la devoción y trato a nuestra Madre. Lo primero que llama la atención de la imagen del Pilar es su pequeñez. Se trata de una talla de escaso tamaño, que siempre está envuelta en un hermoso manto. De hecho, en la Basílica del Pilar de Zaragoza se guardan cientos de mantos (en su mayoría fruto de donaciones), que dependiendo de las fiestas litúrgicas se van cambiando en la pequeña imagen de María. Son muchos los siglos transcurridos, y millones de personas las que han pasado delante de esta imagen, y besando el Pilar (de ahí su nombre) que la sustenta. Con ojos humanos resulta desproporcionado que la talla de la Virgen haya atraído a tanta gente para ser venerada. Pero esto es entrar en las cosas de Dios.

Lo primero que hace la Virgen María, al proclamar el canto del “Magnificat”, es destacar la grandeza de Dios frente a la pequeñez de su persona. La humildad que vivía la adolescente de Nazaret no era fruto de una experiencia de fracasos y tropiezos personales, sino de un trato continuo con Dios. Ser “la llena de gracia” es algo más que un privilegio, es la demostración, por parte de Dios, de su amor al hombre, capaz de llevar a una criatura humana, pequeña y limitada, hasta la eternidad. Algún padre de la Iglesia definía a la Virgen como “vacío infinito para ser llenado sólo de Dios”. Y esta es la invitación que se nos hace en este día: vaciarnos de nosotros mismos (nuestra soberbia, nuestra vanidad, nuestros juicios, nuestras limitaciones, nuestros miedos…), procurando no sólo dejar un sitio a Dios en nuestro interior, sino que ¡todo sea de Dios!

Cuenta la tradición que Santiago el Mayor, cuando evangelizaba por España, y encontrándose en la ribera del Ebro se sintió descorazonado, a punto de “tirar la toalla”, pues aquellos habitantes de la antigua Hispania eran duros de corazón para recibir el Evangelio. Fue en ese momento cuando la Virgen, aún en carne mortal, se le apareció para darle ánimos… y así continuó el Apóstol, con denodadas fuerzas, evangelizando y ganando almas para Jesucristo.

También la Virgen nos anima, a ti y a mí, a perseverar y no caer en el desánimo. Ella es capaz de darnos la gracia necesaria para seguir en este camino de luces y sombras que es la vida (“valle de lágrimas”, reza la Salve), y seguir hacia delante con alegría y entusiasmo sobrenatural. Felicitamos a nuestra Madre y, a la manera de la mujer del Evangelio de hoy, digamos a su Hijo: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!”.