san Pablo a los Romanos 4, 1-8; Sal 31, 1-2- 5. 11; san Lucas 12, 1-7

“Abrahán creyó a Dios, y esto le valió la justificación”. Confiar en alguien es entregarle algo de nosotros. No son sólo las palabras las que significan la credibilidad que depositamos en esa persona en la que confiamos, sino también las obras. Es muy difícil, en los tiempos que vivimos, depositar todas nuestras expectativas (ambiciones, deseos, dudas…) en una persona en concreto, pues la desconfianza parece campar abundantemente. Recuerdo que un amigo me recomendaba lo siguiente: “Fiarte, lo que se dice fiarte de verdad, sólo de Dios y de tus padres”. Ahora bien, cuando nuestra relación con Dios no es lo confiada que se esperaría, y a tu padre o tu madre no los tienes (eso, sin contar con los hijos que no pueden tener un trato amistoso y de confidencia con sus padres), ¿de quién fiarse?

Resulta sorprendente en qué línea plantea san Pablo la fe en Dios. Partiendo de esa confianza de Abraham, el razonamiento de nuestro Apóstol acaba en la necesidad de estar libre de pecado, para llegar a ese trato con Dios. De hecho, el mismo Jesús, en más de una ocasión, ante la obstinación y falta de fe de sus interlocutores, nos dice que no podía hacer ningún milagro. ¿Por qué la necesidad de estar libre de culpa para vivir íntimamente nuestra relación con Dios? Creo, que una cosa es ser un gran pecador y, otra muy distinta, no querer pecar (poniendo los medios adecuados, como pueden ser: la oración, la Eucaristía, el sacramento de la Confesión, evitar las ocasiones de pecado, etc.). Fue la invitación que hizo el Señor a la mujer adúltera: “Yo tampoco te condeno. En adelante no peques más”. Por tanto, si somos conscientes de que Dios es verdaderamente Aquel en el que pongo todas mis inquietudes, y es capaz, además de perdonarme, de amarme tal y como soy (no como me gustaría ser en un mundo irreal), entonces, ¿por qué no confiar en Él plenamente?

También es importante contar con las mediaciones humanas. En la Iglesia tenemos una figura que se denomina “dirección o asistencia espiritual”. Llámese sacerdote, laico cualificado, consagrada, etc., existen personas que saben del cuidado de las almas, y a las que deberíamos confiar nuestra vida interior. Siempre se ven las cosas con más objetividad desde fuera, que no con nuestros particularismos (escrúpulos, subjetivismos, visiones parciales de la realidad…), y es la mejor de las maneras de ir concretando nuestra vida espiritual en el día a día… ¡Cuántos psicólogos o psiquiatras evitaríamos con una buena dirección espiritual o un buen confesor! A veces olvidamos que Dios cuenta con nuestra condición humana, y lo que afecta al alma pasa siempre por el entendimiento y la voluntad. Buscar alguien al que confiar nuestras confidencias no es ninguna tontería, antes bien, es síntoma de querer hacer bien las cosas, delante de Dios y delante de los hombres.

“Os voy a decir a quién tenéis que temer: temed al que tiene poder para matar y después echar al infierno. A éste tenéis que temer, os lo digo yo”. Este aviso del Señor no es para asustarnos, como si dejara: “¡Que viene el ogro!”. Se trata de un consejo en el que está en juego la salud del alma. Fiarnos de Dios es tener la conciencia cierta de que lo único que busca es nuestro bien, aunque en ocasiones ni nos apetezca ni lo entendamos. Recuerda que si lográramos meter en nuestra “cabecita” todo lo que es Dios, entonces dejaría de ser Dios, para conventirse en una ilusión hecha a nuestra imagen y semejanza. María, nuestra Madre, que se fió de Él siempre, lo sabía; por eso, aquello que no comprendía lo iba guardando y ponderando en su corazón… Hagamos tú y yo lo mismo, y las dudas se transformarán en certezas… “¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno solo se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados. Por tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones”.