san Pablo a Timoteo 4, 9-17a; Sal 144, 10-11. 12-13ab. 17-18 ; san Lucas 10, 1-9

“Querido hermano: Dimas me ha dejado, enamorado de este mundo presente, y se ha marchado a Tesalónica; Crescente se ha ido a Galacía; Tito, a Dalmacia; sólo Lucas está conmigo”. Hoy la Iglesia celebra a San Lucas, evangelista. En estas primeras letras que escribe San Pablo a Timoteo, queda claro que San Lucas está siendo fiel a la misión encomendada: “solo Lucas está conmigo”.

Como contraste aparece Dimas, que lo “ha dejado, enamorado de este mundo presente, y se ha marchado a Tesalónica”.

Podríamos fijarnos hoy en este aspecto medular de la vida de un hombre: la fidelidad a Dios, a sus mandamientos, y, si es cristiano, católico, su fidelidad a la Iglesia; y, como contraste la infidelidad a Dios.

Este concepto de infidelidad, se suele unir a la vida matrimonial. Un hombre fiel o infiel a su mujer y viceversa. La infidelidad es un mal: había dado su palabra de que le querría siempre, “en la salud y en la enfermedad” y “todos los días de su vida”. Pero no ha sido así.

Cuando alguna persona -hombre o mujer- traiciona esas promesas por una parte tan bonitas, y por otra tan grandes y comprometedoras y llenas de amor, todos juzgamos que ha traicionado al “amor”; que ha obrado mal con esa persona. La persona traicionada, ofendida, dejada por otro ser humano, queda entristecida, vejada, despreciada, y sobre todo humillada en el amor: “ya no me quiere”, que es, pienso, el peor de los sentimientos que puede albergar corazón alguno en la tierra. Creo que en esto que acabo de describir, y como ha sido dicho, todos los hombres estamos de acuerdo

Traslademos ahora los sentimientos de amor humano, entre un hombre y una mujer, al amor del hombre con Dios. ¿Puede un ser humano comprometerse con Dios de igual o parecida manera a como lo hace el hombre y la mujer cuando se casan?

Es sabido que sí. Es posible el compromiso de un hombre -se entiende por supuesto, de una mujer- con Dios. Pero lo que quisiera subrayar no es tanto esto, que como digo es sabido, sino los términos del compromiso, es decir, cabe esa alianza, ese vínculo, esa unión, hacerla con la misma fuerza -más, si cabe- que como la hace el marido con su mujer, es decir, llena de amor, con entrega absoluta, “con todas tus fuerzas, con toda tu mente, con toda tu alma”, como dirá el mismo Señor en el evangelio.

No es por tanto verdad que un alma entregada a Dios, como fue San Lucas que hoy celebramos, sea un “pobre hombre” que “no se puede casar”, “que no tiene amor en la tierra”, o que ser apóstol del Señor sea poco menos que una desgracia; ya que mientras la gente por el mundo puede amar y sentirse amada, una “pobre monjita” o “un pobre párroco de pueblo” son gente que no tiene nadie que les quiera, de modo que ellos, al final del día, se retiran solos a descansar “echando de menos un amor”. Todo esto es falso.

San Lucas, y los apóstoles que han entregado su vida a Dios en expresión que suele formularse como “celibato apostólico”, tienen lo que es -después de la fe- lo más grande que puede recibir cualquier hombre o mujer: han recibido de Dios “un don”, han sido “seleccionados”, (la palabra habitual es “elegidos”) por Dios para amarle sin que medie criatura humana intermedia, de modo que, pueda decirse, de verdad, como gustaba decir Santa Teresa a sus monjas, que son “mujeres desposadas con Dios”.

De esta realidad se han hecho y se pueden seguir haciendo muchas burlas y chanzas, pero las risas no impiden que la realidad sea tal cual es: un don de Dios a amarle y a ser amado como un esposo a su esposa -dirá el Cantar de los cantares-como la amada a su amado. Pidamos a Dios que otorgue ese don a muchos hombres y mujeres.