san Pablo a los Romanos 6, 19-23; Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6; san Lucas 12, 49-53

El Evangelio de hoy nos muestra una enseñanza del Señor que podríamos calificar, según el lenguaje actual, de fuerte, porque si alguien lo leyera por primera vez, quedaría extrañado: “he venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo!”

Nosotros sabemos que Jesucristo no está expresando un deseo de quemar ningún monte, sino que se refiere al deseo vehemente de extender el amor de Dios: que se “derroche” por todo el mundo la fe. La imagen del “fuego” aplicada al “amor” es entendible fácilmente porque indica la similitud que hay entre el fuego, con su carácter de irresistible, de devorador, con el amor, que también es devastador y arrollador.

Pero la imagen es fuerte: la fe como una “plaga” exterminadora. ¿Y esto es lo que el Señor quiere? Sí. Desde los primeros cristianos hasta nuestros días, los hombres que han recibido y procuran vivir de la fe que Dios les ha dado, saben que es lo mejor que les puede pasar en su vida: vivir de fe es vivir de Amor, es vivir con Dios, todo lo demás queda minimizado. Y, consiguientemente, perderla es lo peor. Por eso, a veces, muchos padres -pongo por caso- sufren y mucho, cuando ven que sus hijos por unas bagatelas de la tierra, por muy placenteras o alucinantes que sean, arrinconan su fe. Hoy podemos pedir al Señor por aquellas personas que han arrinconado la fe (ojalá haya sido solo “arrinconar”, porque si está en un rincón, eso quiere decir que “está dentro” del alma); pedir por quien tiene así su fe, o, peor aún, la tiene perdida, porque entonces, el milagro tiene que ser más grande. Aunque -ya que hablamos de fe- diremos que para Dios no hay nada imposible.

La fe. El amor de Dios. Es el fuego que Dios quiere que se extienda por todo el mundo. Esto es difícil porque seguir los imperativos del amor, esto es, de la fe, exige esfuerzo, exige generosidad, renuncia a tantas cosas que están al alcance de nuestra mano y que, de tomarlas, nos apartarían de Dios. Las tentaciones, amistades perversas, burlas a los sacramentos, matrimonio apedreado, pureza y castidad pisoteada, misa y eucaristía despreciada, bautismos y confirmaciones como si fueran inútiles: vida de piedad, ridiculizada.

“¿Pensáis que he venido a traer al mundo Paz?” leemos casi al final del Evangelio de hoy. “No. -se contesta el mismo Señor-sino división”. Y añade “en adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”. Desgraciadamente, vemos que esto sucede veintiún siglos después.

Terminamos pidiendo al Espíritu Santo -aparecido precisamente en forma de lenguas de fuego a sus apóstoles- que extienda ese fuego que Jesucristo quiere propalar por toda la tierra, para gloria de Dios Padre y salvación de todas las almas.