san Pablo a los Efesios 2,19-22; Sal 18, 2-3. 4-5 ; san Lucas 6, 12-19

“En aquel tiempo, subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios”. Es el principio del Evangelio de la Misa de hoy. En este momento nosotros podemos pensar que esa actitud forma parte del modo normal, habitual del Señor que, con frecuencia se retira a hacer oración. No sabemos todavía en ese momento si es que hay además alguna razón especial. En este caso la hay, pues un poco más adelante leemos que “cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles”.

Primera enseñanza que sacamos es que debemos hacer oración siempre, pero más tiempo o más intensamente aún -“toda la noche” pasó el Señor- cuando en nuestra vida nos encontremos en situaciones que requieren por su importancia, por la trascendencia para nuestra vida, una atención especial. Y muy bien nos sirve como muestra, esta oración de Jesús toda la noche, antes de elegir a los que iban a ser sus discípulos a la mañana siguiente.

Cuando decimos “especial trascendencia” para nuestra vida, no sólo debemos pensar en algo de tipo profesional: ganar unas oposiciones, un puesto de trabajo más alto, un aumento de sueldo, etc. esto es, cuestiones económicas. Desgraciadamente en los tiempos que vivimos estamos uniendo “importante en mi vida” con “económicamente satisfactorio”.

Especial importancia y que nos tendría que llevar a hablar con el Señor en la oración son cosas como por ejemplo, cuando tengo que decidir si salgo con esta persona en aras a llegar a formar una familia; irse a casar; o estar pensando si Dios me llama al celibato apostólico, que, por cierto también en este último sínodo los obispos del mundo han pedido a Dios y han rogado a todos los fieles, que le pidamos al Espíritu Santo que envíe vocaciones sacerdotales a la Iglesia, pues faltan para atender a tantas almas en el mundo entero.

Importante para “retirarse a hacer oración”, será también las situaciones de nuestra vida o de familiares o amigos queridos cuando pasamos o pasan muy cerca del dolor, de la enfermedad. Quizá si nos paráramos a hacer oración en esas temporadas a veces largas, daríamos otros enfoques a las penas y a lo que llamamos desgracias; en caso contrario puede muy fácilmente pasarnos que nos lleven -esos mismos acontecimientos- a la tristeza, al enfado con Dios porque no entendemos lo que nos está pasando; el dolor, la desgracia nos podría llevar incluso -si no nos paramos a hacer oración–, al abandono de los sacramentos.

Debemos orar porque son también momentos importantes para nuestra vida, aquellos en los que nos vemos rodeados de la incomprensión, por el mal trato que podamos recibir de los jefes en la empresa, por la desilusión profesional de ver que ya no avanzamos más en nuestro trabajo. La oración siempre pondrá las cosas en su sitio. Dará importancia a lo que de verdad lo tiene, se la quitará a aquello que quizá nos quita el sueño y, en realidad, es pequeña cosa para lo que es la vida del hombre. Si pensamos -esto es, si hablamos con Dios, si hacemos oración- nos daremos cuenta de que no son nada tantas preocupaciones, si lo comparamos con el motivo de nuestra vida que no es otro que el haber nacido para amar al Señor y ser amado por nuestro Padre Dios eternamente en el cielo.