Macabeos 6, 18-31; Sal 3, 2-3. 4-5. 6-7; san Lucas 19, 1-10

Zaqueo lo tenía casi todo. Era una persona importante en el pueblo. Era jefe de publicanos y, si tenemos en cuenta que los publicanos tenían fama de incrementar los impuestos que cobraban al servicio de Roma, debía tener mucho dinero. Pero su corazón no estaba tranquilo. No había apagado totalmente el deseo de su corazón. Por eso, como había oído hablar de Jesús, deseaba verlo. También Herodes quería ver a Jesús. Pero Zaqueo tenía una ventaja sobre el disoluto rey: él era bajito. Era de poca estatura, es decir, no era soberbio. Herodes nunca se movió de su palacio. Siguió su vida de juerguista y sólo pudo ver a Jesús cuando se lo llevaron preso, a punto de condenarlo a muerte. ¡Con cuánto talento filmó esas escenas Mel Gibson en “La Pasión de Cristo”! La figura del monarca, medio travestido y con el rostro deformado por los vicios muestra la autenticidad de su deseo de ver a Jesús. Lo único que pretendía era escarnecerlo. Jesús era para él un motivo de curiosidad, bastante frívola, y de mofa. Pero Zaqueo era pequeño y eso, como sabemos, lo salvó.
Porque la multitud no le dejaba ver. En parte por su estatura y en parte para hacerle pagar su cargo. Allí en la calle, probablemente estrecha, Zaqueo no era nadie. ¡Qué buena oportunidad para humillarlo un poco! Pero de la humillación hizo virtud y se encaramó a una higuera. Algo inaudito para alguien tan importante. ¡Mientras él subía al árbol su prestigio debía quedar por los suelos! Los Padres han notado que la higuera es signo del Antiguo Testamento y que hay que encaramarse a él para llegar al Nuevo, es decir, para ver a Jesús.
Y Jesús se fija en aquel hombre que es pequeño. Al igual que Dios, en el Antiguo Testamento, puso su mirada en David y lo eligió como rey aunque era el más pequeño de los hijos de Jesé. Igual que María exclamó que el Señor se había fijado en la pequeñez de su esclava. Dios, no cabe duda, tiene preferencia por lo pequeño. Y aquel hombre que no temió los respetos humanos y se apartó de la multitud (la opinión generalizada) que no le dejaba ver, se encontró cara a cara con Jesús. Dice el evangelio que bajó deprisa. No es difícil imaginar la escena que debió ser bochornosa para Zaqueo. Pero aquella nueva humillación no le impidió estar contento. ¡Que Dios nos conceda esa misma alegría cuando somos despreciados o nos vemos rebajados! ¡Santa alegría de Zaqueo!
Y Dios entró en la casa de un pecador. La gente de bien, que pagaban religiosamente sus impuestos (es decir, se dejaban robar), murmuraba. Alrededor de la Iglesia no faltan las hienas dispuestas a lanzarse sobre lo que les parecen cadáveres. Su bondad la miden sólo por el desprecio del otro y como no alcanzan a ver más que lo aparente, y a veces ni eso, se creen muy justos. Pero Dios ve lo que se le escapa al hombre.
Y Zaqueo, que estaba en camino de conversión, da el paso definitivo. Recibe al Señor, pasa del pecado a la gracia y cambia de vida. Son las obras penitenciales. Restituye lo que había robado (justicia) y da a los pobres (caridad), porque Dios había sido bueno con él.
Y Jesús le dijo esas consoladoras palabras que cada uno de nosotros siente resonar en su interior cuando recibe la absolución sacramental: “hoy ha sido la salvación de esta casa”.