Ezequiel 34, 11-12. 15-17; Sal 22, 1-2a. 2b-3. 5. 6; san Pablo a los Corintios 15, 20-26. 28 ; san Mateo 25, 31-46

El Rey está desnudo. Parece lo del cuento de Andersen, pero no lo es. Ese en el que unos sastres ladrones engañan a un rey y dicen que le van a hacer un traje mágico que sólo verán los súbditos fieles. Cuando sale a pasear, todos, por miedo a ser acusados de traición, lo alaban. Hasta que un niño, bendita sea la inocencia, grita: “¡Pero si está desnudo!”
Pues bien, Jesús, nuestro Rey , también está desnudo. Regnavit a ligno Deus. Y, antes de clavarlo, lo despojaron de sus vestiduras. Clavaron la carne que virginalmente había parido María. Quedó allí a la vista de todos. Pero, contrariamente a lo que sucedía en el cuento, cuando todos no veían más que carne arrojada a los buitres, cuerpo de condenado, un malhechor lo reconoció como Rey. Y Jesús le prometió un lugar en su reino como súbdito suyo y con categoría de hijo. Así es nuestro Rey, magnánimo hasta el infinito.
Jesucristo es rey del Universo. Pero no sólo por su condición divina, también en su humanidad. El Padre le ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. La humanidad herida y salvadora que está sentada a la derecha del Padre recibió esa dignidad. No en vano había comprado a los hombres con su sangre.
Jesús es Rey y quiere reinar. Quiere hacerlo en los corazones, en las familias y también en la sociedad. No le tengamos miedo. Como indica el prefacio de esta Misa, el suyo es un reinado de justicia, de gracia, de libertad, de verdad y de vida, de amor y de paz.
San Agustín dice que es rey no por él sino por nosotros, porque lo necesitamos. Pero fijémonos en cómo se acerca. La parábola del Evangelio de hoy es elocuente: “Tuve hambre y me disteis de comer… estuve desnudo y me vestisteis”. Bendito Dios que se nos acerca en la máxima humildad y miseria para que no temamos servirle. Para que quede claro del todo lo repite hasta cuatro veces. Se entiende así aquel lema antiguo en la Iglesia: “servir es reinar”.
Nos dan tanto miedo los poderes de este mundo, a veces corruptos, no pocas injustos e ineficaces, que tememos atribuir cualquier autoridad a Dios. ¿Pero puede haber algún soberano mejor? La soberanía de Cristo no significa ni la ejecución de los apóstatas ni la negación de las libertades. Tampoco la supresión de la justa autonomía de las realidades terrenas. Significa poner en el centro de la vida individual y colectiva a Aquel que nos ha redimido con su sangre y nos ha amado hasta el extremo. Por eso cada día en el Padrenuestro rezamos: “Venga a nosotros tu Reino”. Petición insistente que nos mueve a querer cumplir la voluntad de Dios en todo y, especialmente, en esa predilección del Señor por los más necesitados. El rey está desnudo y precisamente por eso nos cuesta tanto reconocerlo.