Daniel 7, 2-14; Dn 3, 75. 76. 77. 78. 79. 80. 81; san Lucas 21, 29-33

En el contexto del discurso apocalíptico que leemos estos días Jesús dice: “el cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”. En estas palabras entendemos que lo que Jesús ha enseñado es válido para todos los tiempos y circunstancias. La historia sigue su curso, pasan las generaciones y se suceden los acontecimientos. Sin embargo, estemos donde estemos, la respuesta a los deseos del hombre están en un solo sitio: Jesucristo. Él es la Palabra en la que, como señala san Juan de la Cruz, Dios lo ha dicho todo.
Desde un punto de vista meramente literario sorprende la cantidad de comentarios que existen sobre la Escritura. Si están escritos en sintonía con la Iglesia, es decir a la luz del Espíritu Santo, ninguno desdice a los anteriores. San Juan de la Cruz decía que Jesucristo es como una mina de oro en la que cada vez se encuentran filones nuevos que se pueden explotar. Es así.
La Iglesia no deja de contemplar el Evangelio. A ella Dios le ha dado el carisma de la recta interpretación. De alguna manera el Magisterio de la Iglesia hace lo mismo que María, que “guardaba todas estas cosas en su corazón y las meditaba”: custodia el depósito de la fe y lo va interpretando sin cambiar ni una tilde. Por eso no tememos los cambios que se dan en el mundo. No es posible un escenario en que la Palabra de Dios deje de ser salvadora. A la luz del Evangelio se pueden descubrir también las necesidades del mundo y lo que Dios espera de nosotros. Vamos a la primera parte del texto que hoy escuchamos.
Dice Jesús que al ver los brotes en la higuera nos damos cuenta de que se acerca el verano. Si sabemos leer los acontecimientos y la realidad naturales -y cómo ha progresado la ciencia leyendo en el libro de la naturaleza-, también podemos conocer la voluntad de Dios si permanecemos a la escucha. Atendiendo al contexto de estas palabras vemos que Jesús se refiere a momentos especialmente difíciles. Por tanto insiste en que nos demos cuenta de que cuando todo parece tambalearse no debemos olvidar que el Reino de Dios está cerca. C. S. Lewis, un converso al cristianismo, llegó a decir que el sufrimiento incluso podía ser “el altavoz de Dios”. Dios no deja de dirigirse a nosotros. Hemos de procurar mantener la sintonía para reconocer en cada momento su voluntad.
También María aprendió a amar a Dios, cada vez más, en esa peregrinación de la fe que la llevó desde Belén hasta el Calvario, siempre en íntima conexión con su Hijo, Jesucristo.