san Pablo a los Romanos 10, 9-18; Sal 18, 2-3. 4-5 ; san Mateo 4, 18-22

Existen algunas palabras en nuestros días que, proviniendo del lenguaje cristiano, resultan un “tabú” para muchos. Una de ellas es la de “apóstol”. Para un hijo de la Iglesia, apóstol es aquel que, enviado por Dios, da testimonio de lo que ha recibido: la fe en Jesucristo. Pero más que el nombre, que para algunos resulta insolente, y pone nervioso a otros tantos, es el de su cualificación: apostolado. Y es que eso de ir por el mundo anunciando a Jesucristo no es precisamente un aliciente como para presumir en muchos de nuestros ambientes. En definitiva, no es políticamente correcto. “¿Para qué me voy a meter en la vida de los demás?, ¿qué opinión van a tener de mí si empiezo a hablarles en un lenguaje que no es de nuestro tiempo?, ¿qué puedo ofrecerles que no puedan recibir del mundo?…”. ¡Sí!, tienes razón, no es que sea algo “que se lleve” hoy día, pero, puedo asegurarte, que es lo único que puede salvarnos.

“Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás”. No se anda san Pablo con chiquitas en su carta a los Romanos. ¡Eso es ir a lo esencial! Porque… voy a decirte una cosa al oído: Hay muchos cobardes (y, quizás, tú y yo estemos entre ellos) que, confesándose cristianos, esconden tal condición bajo una apariencia de “tolerancia”, “progresismo”… o, mucho peor, con la indiferencia. Jesús, cuando envió a sus apóstoles a predicar el Evangelio al mundo entero, no les dio ningún tipo de recetas o consejos para “caer bien a los demás”. Más bien, al contrario, les dijo claramente que los enviaba como ovejas entre lobos. Y Él fue el primero en tomar dicho ejemplo. Lo crucificaron en medio de insultos, risas y salibazos. Recuerda, una vez más, de lo que nos avisa el Apóstol de los gentiles: nos salvaremos anunciando a Jesús y, a Éste, resucitado de entre los muertos.

¿Cuál es el premio de un apóstol en nuestro mundo? Todos los Apóstoles del Señor, exceptuando a san Juan, nos cuenta la tradición que murieron mártires. Uno de ellos, san Andrés, es celebrado en el día de hoy por la Iglesia. Hermano de san Pedro, se nos dice que, una vez llevado para ser crucificado, quiso morir de manera distinta a su Maestro, pues se consideraba indigno. Murió en aspa y boca abajo. Así, me podrás decir: “¡Pues está la cosa como para ponerse uno en evidencia ante los demás…!”. El martirio, que siempre es morir, no lo es normalmente de una forma tan cruel. Morir, lo que se dice morir, es morir a uno mismo para que sea Cristo quien viva verdaderamente en mí. Y esto, normalmente, se hace en lo más habitual de nuestra vida cotidiana: siendo gente normal que busca la volundad de Dios en sus deberes y obligaciones… ¡Qué mejor apostolado (a la vez, que verdadero martirio, pues para muchos lo ordinario es lo que no se ajusta a la verdad) que el de la normalidad! Es la única manera de dar un fiel testimonio al mundo entero de lo que significa ser enviado de Dios, pues uno no busca la gloria personal, sino la del Creador.

Jesucristo aún sigue reclutando apóstoles. Tú puedes (debes) ser uno de ellos. Y la llamada Te la hará como hizo con los suyos: “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Quizás te puedan los miedos y los respetos humanos… ¡no te importe!, Dios cuenta con ello. Por eso, pidiendo la fuerza y protección de Nuestra Madre la Virgen, tu respuesta ha de ir en la línea de aquellos primeros: “Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron”.