Isaías 26,1-6; Sal 117, 1 y 8-9. 19-21. 25-27a; san Mateo 7,21.24-27

Hoy comienza el mes de Diciembre, y en mi ciudad, desde hace ya unas semanas, se perciben los motivos navideños (?) que pretenden dar una nota distintiva a unas fechas tan entrañables. ¿Por qué he puesto una interrogación? Por la sencilla razón de que, desde unos años atrás, lo que considerábamos propiamente “lo navideño” (belenes, camellos, reyes magos, pastores…) brillan por su ausencia, siendo sustituidos por otros que, según sus promotores, no hieran la sensibilidad de los que no participan de la fiesta de los cristianos. Pero, entonces, ¿qué es la Navidad?… La respuesta (aunque para muchos es obvia), la daremos dentro unas semanas. Ahora, nos toca seguir considerando el tiempo de Adviento.

Desde el domingo pasado una de las grandes tradiciones en las iglesias es ir iluminando, semana tras semana, un cirio en la denominada “Corona de Adviento”. Cuatro semanas, cuatro cirios. La luz siempre ha sido un signo muy cristiano. Cristo, Luz del mundo, ilumina la vida de los cristianos con su presencia y su Palabra. Es una invitación a abrir los corazones al Hijo de Dios para que queden irradiados con su fuerza y su paz. Isaías lo dice también: “Abrid las puertas para que entre un pueblo justo”. Este imperativo tiene un solo fin: descubrir a Dios que quiere llevarnos a Él para ser eternamente felices. Esto de la eternidad, que puede sonar un tanto pretencioso, no lo es si se considera desde la bondad de Dios, es algo que el salmista también recuerda: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. Y es que olvidamos que Dios siempre “funciona” con esas contradicciones. Somos débiles, Dios es infinitamente fuerte. Somos pecadores, Dios es inmaculado y sin mancha. Somos cobardes, Dios es eternamente fiel… Nos empeñamos en ser felices en la tierra para siempre (colaborando tantas veces con la injusticia y la muerte), Dios nos dice que seremos dichosos, en una eternidad “sin fin” en el Cielo, si le escuchamos y buscamos Su voluntad.

Porque, o vamos al Cielo, o (perdona que te lo diga así) hemos hecho el ridículo aquí, en la tierra. Jesús lo dice con rotundidad: “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo”. ¡Mira que, a veces, nos quedamos como aturdidos y sin aliento ante las cosas del mundo! (alguien que ha ganado una lotería multimillonaria, esos famosos que presumen de sus cuerpos y su vanidad -valga la redundancia-… y eso, sin descender a otro tipo de miserias por los que algunos estarían dispuestos, incluso, a dar la vida: una ridícula herencia familiar, un gesto de aprobación de un superior, una mejoría en la consideración social…). Sin embargo, el lenguaje de Dios es otro muy distinto. Cristo nos exige hacer la volundad del Padre en todo, y resulta que muchos ni siquiera le llaman “Señor”. ¿Entonces? Saca tú mismo las consecuencias, pero lo que sí debes de considerar es que la eternidad del Cielo está hecha “a tu medida” si en verdad estás dispuesto a ser feliz, y no conformarte con unas horas (llámalo años si quieres) de consuelo que, tarde o temprano, se confundirán en el polvo del tiempo y del olvido.

Por ello, no podemos hacer depender nuestras vidas de la flojera de un edificio sin cimentar. La parábola del Evangelio de hoy es clara, y la invitación del Señor aún más radical: necesitamos “anclar” nuestra existencia, no en un fatal destino, sino en las manos seguras que nos proporciona nuestra Madre la Iglesia (formación personal, religiosidad, oración, sacramentos, educación cristiana a los hijos, etc.). Aquellos que desprecian este tesoro ya han elegido su propio final… Tú y yo nos encomendamos a la Virgen María, y ponemos en práctica las palabras del Señor, que es la mejor de las maneras para actuar con prudencia… y, sobre todo, para ir al Cielo, que es lo que verdaderamente importa.