Isaías 35,1-10; Sal 84, 9ab-10. 11-12.13-14 ; san Lucas 5, 17-26

Isaías, durante estos días de Adviento, nos está dando la oportunidad de contemplar con otros ojos las maravillas de la Creación. Las alegorías que emplea (“flor de narciso”, “belleza del Carmelo”…) nos llevan, como él mismo dice, a descubrir la propia belleza de Dios. “¿Cómo es posible admirarse de Dios si es espíritu puro?”. Te contestaría con otra pregunta: ¿Has visto al amor tomando un café en el bar de la esquina?, ¿te has encontrado con la justicia paseando por la calle?… Estas cuestiones que parecerían absurdas, esconden algo mucho más profundo, y que en el delicioso cuento del “Principito” plantea el zorro al protagonista: “Lo esencial es invisible a los ojos”.

Nunca he experimentado mayor satisfacción que cuando alguien me ha dicho: “¡Cuánto amor siento en mi interior… y no sé como expresarlo!”. Hay cosas que sólo “calan” en lo hondo del corazón. Cosas que son imposibles de ver o tocar, pero que son mucho más reales que aquellas que está sujetas a lo perecedero y a lo voluble del cambio. ¡Estamos necesitados de lo que no muere!… de lo que ha de permanecer para siempre, inagotable, y nos llena de una felicidad capaz de calmar nuestra ansiedad. Nos dice el salmista hoy: “La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo”. Esto, que podría escribirlo un poeta cualificado, nos está señalando que la eternidad ha entrado en el tiempo del hombre. Que lo que no podemos expresar con gestos y palabras, Dios te lo da en abundancia para que lo disfrutes en plenitud… Porque la hermosura de lo divino está inscrita en los corazones de cada hombre y mujer de nuestro mundo. ¿No estamos hechos a su imagen y semejanza? ¿Y aún preferieres vivir de aquello que muere, cuando tienes en tu mano la posibilidad de que el infinito entre en cada minuto y segundo de tu existencia?

Lo humano, que nos condiciona en tantas cosas, no es un obstáculo para ver a Dios; más bien, es el puente necesario para transformar el mundo con la belleza de lo divino. Cuando san Pablo nos asegura que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, está empleando algo más que una alegoría. Nos está invitando a dejarnos “traspasar” por Aquel, tercera persona de la Santísima Trinidad, que es fruto del Amor del Padre y del Hijo. Es decir, ¡todo lo hermoso que es Dios es capaz de darse en lo “pequeñito” que soy! Sólo se me pide una condición: ¡que yo quiera! Dios no funciona en un mercado de oferta y demanda. La existencia de Dios, más allá de cualquier circunstancia mercantil, sólo existe desde la eternidad para darse sin medida… No espera a cambio una correspondencia al mismo nivel (nuestra pequeñez nos lo impide), sino que su “satisfacción” está en que tú y yo disfrutemos de Él hasta la locura… Y ese vaciarnos nosotros de lo que nos impide “ver” a Dios, es lo que siempre se ha llamado humildad. Sólo de esta manera alcanzaremos la felicidad que no vive de compensaciones ni gratitudes por pagar.

“Hoy hemos visto cosas admirables”. En el milagro del paralítico que nos relata el Evangelio de hoy (a pesar de las insidias y murmuraciones de los enemigos de Dios), se nos dice: “Todos quedaron asombrados, y daban gloria a Dios”. “¿Quién puede perdonar pecados más que Dios?”, exclamaban casi escandalizados. En Cristo no sólo vemos un signo de lo divino, admiramos el único poder Dios que se ha vuelto de nuestra condición humana.

¡Qué hermoso es Dios, y qué belleza la de la Madre del Amor Hermoso! Pídele a la Virgen que su amor sea fuente inagotable de paz allí donde te encuentres: en tu familia, en tu trabajo, en tus amigos. Nadie es capaz de dar tanto por tan poco. Una sonrisa a tiempo, una mirada de cariño a quien lo necesita, una oración en soledad, o un sacrificio que los demás no perciben, son lo suficientemente grandes para que veamos a Dios en todo su esplendor. … y nos admiremos de Su hermosura.