Isaías 40, 1 -11 ; Sal 95, 1-2. 3 y l0ac. 11-12. 13-14 ; san Mateo 18, 12-14

El otro día una señora vino a verme porque sufría mucho. Ella, que ya pertenece a la generación de la llamada tercera edad, me dijo que era incapaz de buscar el cariño en sus sobrinos. Que había pasado una enfermedad en soledad, y hasta pasada la dura operación a la que fue sometida, no comentó nada a sus familiares. Ella aludía a su niñez, cuando su madre ofreciéndole la mejilla para recibir un beso, rehusaba ese cariño materno… y ahora sufría. ¡Quería querer, y ser querida! Y es que, en muchas ocasiones, los peores maltratados somos nosotros mismos. Cuando decimos que “hay que estar ahí”, en el lugar que nos corresponde, no se trata de estar “como un palo”. Esta señora de mi historia había estado al cuidado de la enfermedad de su madre hasta su muerte, y nunca se atrevió a darle un beso. Ahora pedía misas por el alma de su madre, porque realmente la quería. ¡No es eso!… ni Dios quiere que suframos haciendo sufrir a los demás.

“Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres”. Creo que aquellos que ven a Dios con ojos de distancia, son incapaces de ver el amor a su alrededor. ¡Es un crimen que hagamos perder a los que más queremos por un amor mal entendido! Dios no quiere que se pierda nadie, y mucho menos los que dependen de nosotros. Hay mucho que agradecer (sobre todo a unos padres que gastaron su vida por nosotros), y el tiempo, aquí en la tierra, es muy breve para corresponder a tanto cariño. Algunos dirán que su experiencia ha sido distinta. Que tuvieron un padre tiránico, o una madre que nunca se ocupó de ellos. Sí, siempre hay excepciones. Pero son eso, excepciones. Incluso en el peor de los casos, ese “honrar a tu padre y a tu madre”, no ha de ser una ley que hay que cumplir porque no hay otro remedio, sino que debería transformarse (como un sacerdote santo aseguraba) “en el dulce precepto de la Ley de Dios”. También Dios alabó la actitud de los hijos de Noé que, al verlo desnudo y borracho bajo un árbol, no le recriminaron semejante comportamiento, sino que cubrieron su desnudez y prodigaron con él mucho más cariño.

Solemos ver, a través de los medios de comunicación, cómo hay madres que abandonan a sus hijos, o realizan actos mucho más crueles. Vuelvo a repetir que se trata de excepciones. Pero, también podríamos preguntarnos por los motivos. En una sociedad donde lo que prima es el disfrute inmediato, y donde la figura de la familia queda relegada al cubo de lo reaccionario o lo inútil, ¿qué frutos pretendremos encontrar? El cariño, el auténtico cariño que puede ayudarnos (y que debemos), lo encontraremos, en primer lugar, en aquellos que, desde que nacimos, fueron capaces de cuidar, con un mimo extraordinario, nuestra desnudez y nuestra indefensión. Que gastaron horas en el lecho de nuestras enfermedades infantiles (y también maduras), y nunca pidieron cuentas por ello.

“Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”. Ante los ojos de Dios tú y yo somos sus pequeños. Nunca podremos dudar del cariño que Él nos tiene, y el que le debemos. Son muchos los detalles que podríamos recordar, donde en algún momento hemos experimentado cómo nos ha estrechado entre sus brazos, a la vez que nos decía: “No temas, yo estoy a tu lado”.

Dentro de dos días celebraremos la Inmaculada Concepción. Se trata de una fiesta que tendremos que celebrar “por todo lo alto”. Y qué mejor manera que llamar a la Virgen “¡Mamá!”… Y la buena señora de la historia que te contaba al principio, ahora da besos de continuo a sus sobrinos y nietos por aquellos otros que (erróneamente) se guardó de darlos a su madre… Amor con amor se paga, y nunca es tarde para recordar el cariño que debemos.