Números 24, 2-7.15-17a; Sal 24, 4-5ab. 6-7bc. 8-9; san Mateo 21, 23-27

Cada día más gente me viene a contar sus penas. Las desgracias de cada uno son las más grandes, para eso son suyas. Algunos, ante sus penalidades, se replantean su escala de valores y se dan cuenta de lo que realmente es importante en esta vida. Otros, se vuelven hacia Dios y se enfadan con Él y suelen hacer la pregunta: ¿Por qué a mí?. (El “a mí” es muy importante, las penas de los otros les dan bastante igual o se quedan en simple anécdota tomando el café de media mañana).
Cuentan que en un examen de filosofía el profesor hizo una sola pregunta. La pregunta del examen era: “¿Por qué?” Los alumnos se devanaron el seso recurriendo a los “porques” de los grandes filósofos, con profundidades metafísicas que llenaban folios y folios. Todos los alumnos excepto uno que, en aproximadamente diez segundos devolvió el examen al profesor. Éste alumno, que los demás creían que había tirado la toalla, fue el único que aprobó. La respuesta al examen no ocupaba ni una línea, escribió: “¿Y por qué no?.”
Estamos esperando la llegada del Señor, no sabemos si será hoy, mañana o dentro de tres mil años, pero sabemos que será. Si fuese esta tarde no podremos decirle al Señor como los sumos sacerdotes y los ancianos del templo: “¿Con qué autoridad haces esto?.” No podemos estar ante Cristo diciéndole: “¿Cómo se te ocurre presentarte hoy? ¿No sabías que esperaba a convertirme de corazón a ti cuando tuviese setenta y tres años? ¿No imaginabas que dejaría ese vicio, esa mala costumbre dentro de unos meses? ¿No conocías mi intención de confesarme en la próxima cuaresma? ¿No sabía que por fin iba a ir a Misa el domingo que viene?, ¿Con qué autoridad haces esto?” No, no podemos decírselo al Señor. Pues el Señor, en cada instante, ahora mismo, te está dando la Gracia necesaria para vivir como hijo de Dios, para convertirte de verdad al Señor y cambiar de vida. Esa Gracia de Dios no puede guardarse en un cajón para utilizarla mañana, caduca muy rápidamente si no se aprovecha. .”Creo que Dios me pide ser sacerdote, pero lo pensaré cuando acabe la carrera.” Nunca serás sacerdote. “Pienso que Dios me pide tener otro hijo, pero voy a esperar a pagar las letras del coche.” Ya nunca tendrás el hijo que Dios quería en ese momento. “El Señor mueve mi corazón a que haga una obra de caridad, pero voy a esperar a ganar mi primer millón.” Te lo gastarás en ti mismo.
¿Con qué autoridad hace esas cosas el Señor? Con la autoridad del que nos ha creado, redimido, llamado a ser sus hijos y nos da la gracia para vivir cada situación de nuestra vida, por compleja o dramática que nos parezca. Cuando otra vez te preguntes “¿Por qué a mí?” piensa que el Señor “es bueno y recto, enseña su camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud” y “su ternura y su misericordia son eternas.” Dios no va a fastidiarte, te da la Gracia para sobrellevar, con garbo y alegría interior, cualquier situación.
Si la espera del Señor, de aquel día en el que ya no habrá “llanto, ni luto ni dolor,” se te hace demasiado larga (¿Tan bien preparado estás para encontrarte frente a frente con Dios?), acuérdate de la visión de Balaán: “Lo veo pero no será ahora, lo contemplo pero no será pronto,” pero no deja de avanzar el día del Señor.
Santa María esperó, y vio cumplido el día en el que todas las promesas se encarnaron en sus entrañas un día que ni siquiera lo esperaba. Tú y yo no queramos retardar la venida de Cristo y nuestra auténtica conversión.