Isaías 7,10-14; Sal 23, 1–2 3-4ab. 5-6; san Lucas 1,26-38

La mente humana es curiosa. Pienso en la mayoría de los días de mi vida: después de los cafés de la mañana ya no vuelvo a tomar nada hasta la comida, y no lo echo de menos. Sin embargo, en una mañana en que el médico te prohíbe comer y beber parece que estás sediento todo el rato. La nevera te grita desde la cocina: “Estoy aquí” y el estómago parece que se queja de lo mal que lo tratas, como si no hubieras comido en la vida o no pensases alimentarte nunca más. Aunque te hagas todo tipo de razonamientos, no puedes evitar que la imaginación se vaya detrás de la comida y la bebida, como recordándote lo importante que es alimentarse. Es bien cierto eso de que no agradecemos algo hasta que nos falta.
“El ángel Gabriel fue enviado por Dios.” El otro día hacía mi oración imaginándome que nos faltase Dios. Qué pasaría si Él no hubiera tomado la iniciativa y no hubiera enviado al ángel Gabriel a nuestra madre la Virgen. No podía entender a tantos que dicen “vivir sin Dios.” Es peor que estar sin comer y sin beber. ¿Qué sentido tendría la vida, y todo lo que hacemos, si no fuese por Él? ¿Cómo acallar el ansia de Dios que tenemos en el corazón? ¿Cómo silenciar a la creación entera que nos habla de Él? Pues, por muy difícil que parezca, muchas veces lo conseguimos. Tal vez no neguemos a Dios, pero lo arrinconamos en nuestra vida. Cuántas veces nos cuesta encontrarnos con Él, dedicarle nuestro tiempo, ofrecerle nuestras obras. Y sin embargo necesitamos de Dios como comer y beber. Aunque queramos ser anoréxicos espirituales y abulímicos del alma no podemos acallar la ansiedad del corazón si no es unidos a Dios. Y el Señor, en su misericordia infinita, nos da “por su cuenta, una señal.” Dios toma la iniciativa y envía a su ángel para anunciarnos la mayor noticia de la historia: Dios se hace hombre.
Y es María la que, sin la ceguera que nos produce el pecado, es elegida por Dios para recibir esta noticia y ser portadora de la salvación, del mismo Salvador. Si ayer Zacarías se quedaba sin habla ante las noticias de Dios, María, que sí conocía la grandeza de Dios, responde con la prontitud del sediento ante el vaso de agua: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.”
Y esa es nuestra oración de hoy. No intentemos impedir a Dios que actúe en nuestra vida, en nuestro mundo. Ábrele hoy tu corazón, sácale de ese rinconcito del corazón en que tal vez tengas marginado a tu creador y ponle en medio de tu vida. Dile al Señor: “Hágase” y haz lo que Dios quiere. No te plantees qué tienes que hacer por Dios, al contrario, piensa lo que Dios está haciendo en ti y déjale hacer. ¡Qué maravilla es dejar que Dios nos quiera! Él ha tomado la iniciativa. No se trata de alcanzar fatigosamente a Dios, sino dejar que Dios te alcance. Y una vez que te has dejado alcanzar por Dios todo te hablará de Él. Cada cosa, por pequeña que sea, te contará las maravillas de Dios y encontrarás la alegría pues “el Señor está contigo.”
Si procuramos intensificar nuestra oración estos días haremos de nuestra vida un “belén viviente.” No sólo las figuritas del nacimiento nos recordarán la gran noticia de la encarnación, te encontrarás con Dios en el trabajo, en la enfermedad, en tus hijos, en ese rato con los amigos y, sobre todo, viviremos de una manera nueva la Eucaristía de cada día.
Dejemos de esquivar a Dios y digámosle hoy, ahora mismo, de corazón y sin reservas: ¡Hágase! ¡Haz de mí lo que tú quieras!. No estás sólo en esta aventura de dejarse querer por Dios, María nos abre el camino, la Iglesia entera te acompaña para dejarte cautivar por Él.