Samuel 1, 24-28; 1S 2,1.45.6-7.8abcd ; san Lucas 1, 46-56

Ya hemos superado la época post-operatoria. Es decir, que al día siguiente seguía con la misma sensación en el oído, la garganta destrozada de estar entubado unos cuantos minutos y había cuatro Misas que celebrar, una fiesta con los niños de catequesis, y algunas otras cosas que preparar antes de los días de fiesta que se aproximan. Y es que uno se va unos minutos de este mundo bajo la influencia de la anestesia y cuando vuelve, todo sigue igual. Parece que se cumple el dicho de que todo lo que sube baja, o todo lo que va vuelve.
“Señor, por tu vida, yo soy la mujer que estuvo aquí junto a ti, rezando al Señor. Este niño es lo que yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo cedo al Señor de por vida, para que sea suyo.” Parece absurdo. Ana que lloró delante del Señor para pedirle un hijo, se lo devuelve ahora para que lo críen y eduquen en el templo. ¿Valía la pena armar tanto lío para volver a quedarse sola?. Parece ser que sí, pues las cosas que van hacia Dios vuelven iguales, pero diferentes.
Así es la oración que el Espíritu Santo pone en boca de María y que nosotros hacemos nuestra estos días. “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.” Hoy a algunos les tocará la lotería, aparecerán felices en las noticias de la televisión brindando como locos y dando saltitos de alegría. Alguno los verá y pensará: “Mira que felices están,” pero si esa felicidad no va hacia Dios y vuelve, al final se convierte en amargura o, al menos, no llega a su plenitud. La alegría, eso que todo hombre busca aunque sea al precio de amargarse la existencia (mira que somos contradictorios), sólo se consigue cuando se va hacia Dios, cuando ponemos nuestra vida en sus manos. Y, como a María, una vez que nos hayamos entregado completamente a Dios, nuestra vida no cambiará exteriormente. Seguiremos con las mismas ocupaciones, pero con distintas preocupaciones; tal vez hagamos las mismas cosas de siempre, pero las realizaremos de forma distinta; nos daremos cuenta de nuestras mismas debilidades, pero las veremos con los ojos de Dios. Darse una “pasadita” por Dios es descubrir la óptica del Señor ante el cual las cosas son muy distintas de cuando se miran desde la óptica del pecado. Desde la mirada de Dios, “se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía.”
Ahí está el secreto de la alegría. La alegría no nace de nuestros parámetros de lo que nos hace gozosos o nos hace desgraciados. La alegría nace de que Dios se ha “acordado de su misericordia,” que sus promesas se cumplen y, por ello, nuestra vida -que a lo mejor nos parece tan rutinaria y tan gris como siempre-, es valiosa ante Dios. No se trata de lo que nosotros hagamos por Dios, sino de lo que Dios hace por nosotros y por nuestro medio. Desde el criterio del pecado lo que surge es el “Yo,” desde el criterio del Espíritu Santo quien surge es Dios y, sólo entonces, puedo escribir el Yo con mayúsculas.
Nos quedan un par de días para que descubramos al Niño-Dios en un rinconcito de nuestro corazón. Vamos a guardar todavía un poco de silencio (si nos dejan los niños de San Ildefonso), para que podamos ir hasta Dios y, a la vuelta, lo primero que oiga nuestro corazón sea la risa del Hijo de Dios encarnado.
Santa María y San José oirían reír a Dios. Pídeles a ellos que te preparen para participar de esa alegría divina.