Malaquías 3,1-4. 23-24; Sal 24, 4-5ab. 8-9. 10 y 14 ; san Lucas 1, 57-66

Hay personas que son muy dicharacheras, hablan y hablan mucho. Hablan por los codos, por las rodillas y, si les dejas, hasta por la nuca. Suelen ser despistados, pues están más pendientes de sus propias palabras y opiniones que de lo que acontece a su alrededor. Hay otros, por el contrario, que parece que no hablan jamás, que miran como distantes pero analizan toda la realidad que les rodea. Cuando se deciden a hablar suelen ser “tumbativos” y callan hasta a los más charlatanes. En las fiestas suelen tener más éxito los primeros, pero en la vida se suele escuchar más a los segundos.
“A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre. La madre intervino diciendo: «¡No! Se va a llamar Juan.» Le replicaron: «Ninguno de tus parientes se llama así.»Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre.» Todos se quedaron extrañados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios.” Nosotros no llevamos nueve meses de silencio como Zacarías. Tal vez hayamos acallado la imaginación durante este Adviento y, puede ser, que ni tan siquiera estas cuatro semanas. Hoy es un día de mucho hablar: los niños no tienen colegio, los trabajadores se despiden hasta después del día de Navidad, quien más quien menos se toma una copichuela con los amigos, las mujeres (y algunos hombres, que no queremos hacer discriminación de ésa), hablan de lo que van a poner de cenar en Nochebuena. Muchas palabras, mucha gente locuaz e incluso deslenguada. Pero todavía podemos guardar un poco más de silencio.
Aunque pueda parecer una Navidad más, no podemos dejar que sea así. Al igual que Juan no se llama Zacarías y rompe con la tradición (tal vez rutina), familiar, deberíamos pensar cómo vivir esta Navidad de una manera nueva y renovada. Tal vez podamos aparcar las frases estereotipadas o los falsos sentimientos y, rompamos nuestro silencio de hoy y mañana para bendecir a Dios.
“¿Quién podrá resistir el día de su venida?, ¿quién quedará en pie cuando aparezca?” El nacimiento de Juan nos recuerda que el que viene es el Señor, el Dios de cielos y tierra. Tenemos que mirar al niño Dios con ternura, pero con asombro. Deberíamos quedarnos mudos contemplando la grandeza de la misericordia de Dios y sólo despegar nuestros labios para alabarle y bendecirle.
Sé que será difícil, hemos hecho de la Navidad unos días de muchas distracciones y de tantas cosas que nos despistan de Dios. Por eso aún nos quedan dos días para afianzar nuestro silencio y asombro interior, para que la alegría fluya de nuestro interior agradecido a nuestro Dios.
No seamos estos días lenguaraces. Aunque sea difícil busquemos el silencio con que María y José caminarían hacia Belén. Camino en silencio en la que simplemente una mirada cómplice bastaría para entenderse mucho más que con largos discursos. Cuarenta y ocho horas no son muchas, pero son bastantes para centrarnos en lo realmente importante de la Navidad.