apóstol san Juan 1, 1-4; Sal 96, 1-2. 5-6. 11-12 ; san Juan 20, 2-8

Hoy celebramos la fiesta de san Juan Evangelista, el discípulo amado del Señor. Es una fiesta preciosa por muchos motivos. Uno es porque nos recuerda que la Encarnación de Dios es tan real que asumió todo lo humano. Y entre las cosas que Jesús sanó y llevó a la perfección una es la amistad. Jesús tuvo amigos. Uno muy querido fue Juan, pero su deseo es la amistad con todos los hombres. Así lo manifestó a sus apóstoles en la Última Cena al decirles que ya no les llamaba siervos sino amigos.
Por esa relación que tuvo Juan con el Señor, puede decir en la primera lectura de hoy: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplaron y palparon nuestras manos…”. De eso trata el cristianismo. Hablamos de lo que hemos visto, de nuestra relación personal con Dios. ¡Qué entusiasmo debía tener Juan al hablar del Señor! Al que había conocido en vida y sabía resucitado, a ese predicaba contagiando a los que le oían. A veces me han dicho algunos muchachos que transitaban de la no creencia a la fe: “Te creíamos, no porque te entendiéramos sino porque veíamos que para ti era verdad”.
Paul Claudel, un célebre poeta francés que se había convertido al cristianismo, se carteaba con André Gide que nunca llegó a abrazar la fe. El deseo de Claudel era que su amigo conociera a Jesucristo. Gide le argumentaba desde la filosofía, la historia, la arqueología… todo era buscar argumentos para no cambiar su posición y perseverar en el ateísmo. Al final Claudel le escribió: “Todo lo que quieras, pero hay una cosa que yo no puedo negar y es que Dios ha hablado y yo he oído su voz”.
Todo cristiano tiene esa experiencia. La fe no se basa en unas convicciones más o menos vagas sino que supone un encuentro con Jesús. Aún más, si hubiéramos de preguntarnos por la esencia del cristianismo nos daríamos cuenta de que no podemos reducirla a esta o aquella idea, sino que consiste en una persona: Jesucristo.
A mí me gusta la fiesta de hoy por este motivo. Juan Evangelista reclinó su cabeza en el pecho de Jesús, caminó con él por Palestina, pasó muchas horas a su lado escuchándolo, estuvo en la Última Cena y fue capaz de permanecer al pie de la Cruz. Cuando Jesús resucita y él corre al sepulcro, como leemos en el evangelio de hoy, al ver las disposiciones de las vendas con que habían amortajado al Señor, creyó en su resurrección. No le cupo la menor duda. Ese suceso estaba en consonancia con lo que había vivido a su lado. Después él será testigo de ese hecho y otros se abrirán a la fe y vivirán en amistad con Cristo y lo darán a conocer a otros, en una cadena ininterrumpida. Es una historia que ha comenzado en Belén con la Encarnación y que está llamada a perpetuarse por los siglos. Hoy nosotros también podemos conocer al Señor, y gustarlo en el sacramento de la Eucaristía; podemos hablar con Él y ser confidentes suyos; podemos sentir su presencia a nuestro lado en todo lo que hacemos. Y de esa relación vital nace la posibilidad del apostolado. Porque lo conocemos podemos hablar. No hace falta tener un lenguaje muy depurado. Si nuestra relación con Él es verdadera los demás lo acaban notando. Como decía una estampa que miré muchas veces de niño: “Jesús es el amigo que nunca falla”.