Números 6. 22-27; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8; san Pablo a los Gálatas 4, 4-7; san Lucas 2, 16-21

No deja de ser significativo que el año se inicie con una fiesta dedicada a la Virgen María. Ella, en efecto, es la que ha abierto las puertas al Redentor. Por ella ha entrado Dios en el mundo y, a través de ella, se nos invita a iniciar un nuevo año. La fiesta de la Maternidad divina de María es, por una parte, como el sello de nuestra fe en la Encarnación. Jesús, el hijo de María, es Dios y hombre. María, que engendró y dio a luz a Jesús es la Madre de Dios. Esto es lo que entiende cualquier cristiano y es así, sin que quepa darle más vueltas. Precisamente todos los dones que recibió la Virgen fueron en aras a ser la Madre del Verbo Encarnado.
Pero, además, la contemplación de este misterio nos lleva más lejos. Escribió Pío XII: “Fue María la que con sus poderosas oraciones obtuvo que el Espíritu del Divino redentor, ya regalado en la cruz, se comunicase el día de Pentecostés en dones milagrosos a la Iglesia recién nacida. Ella rodeó el Cuerpo místico de Cristo, nacido del Corazón perforado del Salvador, del mismo amor íntimo y cuidado maternal con los que había abrazado al Niño Jesús en el pesebre”.
Hay al menos tres ideas que podemos meditar en esta fiesta: la primera que María sigue cuidando de todos los cristianos, es decir de la Iglesia, con el mismo amor con que cuidó de Jesús. No en vano, ya lo señalaron los Padres de la Iglesia, el día que se festeja el nacimiento de la cabeza, Cristo, se celebra también el nacimiento de todo el cuerpo, los cristianos. La maternidad de María, volcada totalmente en su hijo único, se prolonga en nosotros. De ahí que María, nueva Eva, sea también la madre de los creyentes.
La segunda idea, a la luz del Evangelio de este día, es que la Iglesia celebra todos los misterios de la vida de Cristo al amparo de la memoria de la Virgen. Lo que ella guardaba en su corazón se actualiza en la celebración litúrgica y en la meditación. Por María, que nos dio al Redentor, nos llega también su vida y enseñanza. Y no hay que tener miedo al ponderar su papel porque, como dijo san Bernardo: “Es indudable que cuanto proclamamos en alabanza de la Virgen Madre le corresponde igualmente al Hijo”.
El tercer punto es el que señala san Pablo. Por el nacimiento de Dios, hecho hombre, nosotros alcanzamos la filiación divina y podemos llamar a Dios: “¡Abbá, Padre!”. Esto es tremendo. Si lo pensamos un poco, mientras María enseñaba a su Hijo a llamarla “mamá”, el Niño le enseñaba a decir a Dios “Papá”. Y eso, que forma parte de los primeros diálogos entre el Verbo y la humanidad, nos es transmitido a través de María. Así, mientras el hombre comprende a la luz de Jesucristo el misterio de su propia vida, aprende en Jesucristo la importancia de María. Y se descubre que no podemos separar a la Madre del Hijo ni al Hijo de la Madre. Forma parte de la pedagogía divina. Y la Iglesia, en su tradición secular, ha sentido esa necesidad de acercarse a Jesús por María y de volver de nuevo a María para conocer mejor a Jesús. Por eso, a la luz de la primera lectura de este día, entendemos que todas las bendiciones nos han sido dadas a través de la Virgen, Madre de Dios.