san Juan 2,29-3,6; Sal 97, 1-2ab. 3cd-4. 5-6; san Juan 1, 29-34

En El Salvador existe una organización cuya finalidad es reunificar familias. A causa de muchos años de guerra muchos niños quedaron separados de sus padres y ahora se intenta que vuelvan a encontrarse. Es un bien muy grande. Todos sentimos la necesidad de conocer a los que nos engendraron y así sabernos dependientes de alguien y continuadores de una historia. Me ha venido a la mente esa iniciativa humanitaria al leer la primera lectura de hoy. En ella san Juan nos recuerda que somos hijos de Dios. Eso ha sido posible gracias a Jesús, el Hijo, que nos ha participado su filiación. Por eso somos hijos adoptivos. El ser adoptados no impide que la filiación sea verdadera, sólo indica que somos hijos en el Hijo. Si es importante conocer a nuestros padres biológicos, mucho más lo es conocer a Dios como Padre.
Recuerdo a una muchacha que vino a verme en cierta ocasión. Tendría unos quince años y estaba triste. Le pregunté que le pasaba. Me contó que eran ocho hermanos y que sus padres habían adoptado a otro más. Le dije que eso estaba muy bien y que debería de estar contenta. El caso es, según me explicó, que recientemente sus padres habían acogido aún a otro. Es decir, eran ocho hermanos de sangre más dos de adopción. El problema para aquella muchacha se reducía a esto: “los quieren como si fueran uno de nosotros”. Le costaba aceptar que sus padres amaran y trataran como iguales a los que no eran hijos biológicos.
Dios nos ama como hijos y, misterio grande, nos ama en su Hijo. De manera que cuando ama a Jesús nos ama a todos nosotros. Porque hemos sido creados en Él, hemos sido redimidos por Él y, gracias a Él, podemos llamar a Dios Padre. La filiación divina está en la entraña de la fe cristiana. Saberse seguidor de Cristo supone reconocerse como Hijo. San Juan insiste en que ya somos hijos ahora. Sucede, sin embargo, que en la vida eterna se manifestará esa filiación en plenitud. Es así, pero ahora no es menos verdadera, sólo es menos evidente.
Señala también el apóstol que el mundo no nos conoce. Estas palabras nos ayudan a entender el presente. Se ha hablado de nuestro tiempo como una época en la que se ha oscurecido la figura del padre. Si la paternidad humana encuentra dificultades, mucho más el aceptar que Dios es Padre. Las teologías y filosofías de la muerte de Dios han oscurecido también la realidad de la paternidad humana. Muchas películas de cine y novelas actuales señalan ese hecho: el hombre se siente abandonado en un mundo en el que no encuentra referentes, no sabe en quién apoyarse e ignora de dónde procede. Es como si Dios hubiera desaparecido y quedara de Él sólo una idea vaga que, para colmo, se intenta destruir. Frente a ese mundo que pretende abolir toda presencia de Dios y que busca una emancipación absoluta, el apóstol nos invita a profundizar en nuestra condición de hijos. Para ello señala un camino: estar muy unidos a Jesús. Sólo en Él comprendemos qué significa que Dios es Padre y aprendemos que todo lo hemos recibido de Él y que nuestra vida no tiene sentido fuera de Él.
Por otra parte, nos recuerda que el pecado es lo que mancha nuestra imagen y puede llegar a romper nuestra relación con Dios. Es el caso del pecado llamado mortal, que verdaderamente destruye la vida divina que se nos ha comunicado. Por ello vivir la filiación supone también cuidar la vida de la gracia.