Samuel 1, 1 8; Sal 115, 12 13. 14 y 17. 18 19; san Marcos 1, 14-20

Hemos dejado atrás la Navidad, y este año 2006 inicia su curso. Para algunos habrán supuesto unas cortas fiestas pasadas en familia, pero con gran gozo y alegría, y con cierto contenido cristiano. Para otros, quizás más de los que imaginamos, habrán significado mucha indiferencia, alguna diversión… y la amargura de volver a lo cotidiano, donde la rutina y la monotonía mostrarán sus afiladas “garras”.

Por mi parte, los últimos días del año los pasé en un convento de vida contemplativa, donde las monjas me pidieron que les predicara un retiro espiritual. Me sorprendió observar con qué poco se conforman unas mujeres consagradas a Dios, y cómo en sus rostros se veía un resplandor especial por todos esos días en los que la liturgia de la Iglesia se esmera de una manera especial. Les hablé de entrega a Dios, de correspondencia a la gracia y de alegría. Debo de reconocer que por dentro me iba sonrojando por momentos, pues lo cierto es que el que aprendía y se admiraba era yo mismo ante unas vidas tan llenas de sentido y felicidad no disimulada. Recuerdo especialmente cuando, después de terminada la Misa, me acerqué con un Niño Dios a la clausura conventual para que cada una de las monjas besara, como signo de adoración, esa hermosa imagen. Después que cada una de ellas mostrara su veneración y respeto al Hijo de Dios, tuve que acercarme a una monja, ya entrada en años, y que apenas podía caminar. Lo que me llamó poderosamente la atención fue, no la manera con que brindó sus labios a la imagen, sino la mirada tan dulce y encantadoramente infantil, que casi daba la impresión de que se lo comía a besos. Esa ingenuidad de la que fui testigo me hizo estar todo el día dando vueltas a lo que muchos santos han vivido y hablado de la denominada “infancia espiritual”. Es algo que he considerado en muchas ocasiones, pero que me ha hecho llegar a la conclusión de no ser algo tan ingenuo o, mejor dicho, no tan absurdo como muchos puedan pensar. Es necesaria mucha experiencia de Dios para llegar a semejante aptitud, y mucho amor a la humanidad de Cristo, donde un corazón enamorado se identifique y busque sólo a Aquel que puede llenar plenamente su vida en todos los sentidos, incluso los corporales.

El salmista nos dice hoy: “Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo”. En la vida consagrada los votos que se suelen emitir son los de pobreza, virginidad y obediencia. Muchos, en el mundo, ríen ante este tipo de compromisos. Pero el que ha tenido la experiencia de convivir unos días con este tipo de mujeres (aunque sólo sea celebrando la Eucaristía y predicando unas charlas), sabe dónde se encuentra un gran tesoro de la Iglesia. La oración y la contemplación de miles de hombres y mujeres en todo el mundo que, con su entrega escondida y sin ruido, ofrecen su vida a Dios, resulta ser una garantía de intercesión por todos aquellos que vivimos en medio de los ajetreos diarios.

“Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Esta llamada del Señor se concreta de muchas maneras en cada uno de los que formamos la gran familia de los hijos de Dios. Unos lo harán desde la contemplación lejos del mundo, otros anunciando el Evangelio como misioneros… otros, los más, desempeñando sus obligaciones cotidianas en medio del mundo, y dando su testimonio cristiano constituyendo una familia. Sin embargo, la fidelidad siempre es la misma: a llamada recibida de Dios, personal e instransferible. Pidamos a la Virgen, en este año ya comenzado, a vivir con alegría y determinación nuestra vocación, ganando para Dios muchas almas que con nuestro ejemplo se sentirán también llamadas a responder con generosidad.