Samuel 1, 9 20; 1S 2, 1. 4 5. 6 7. 8abcd ; san Marcos 1, 21-28

Hacía tiempo que no me encontraba con Luis. Un viejo amigo del colegio, y del que no tenía noticias hacía más de treinta años. En la cafetería, donde comenzamos a conversar, me dijo que se había casado, tenía dos niñas, pero que no era feliz, y que se encontraba algo más que deprimido. Intenté animarle, decirle que eso de la familia era algo importante, y que era un motivo más que suficiente para tener ganas de luchar y afrontar el futuro con ilusión. Fue, entonces, cuando me dijo que él y su mujer estaban con los papeleos del divorcio… ¿Qué dices en una situación de esas? Desvié la conversación acerca de lo que hacíamos en nuestra infancia, y como mi interlocutor sabía de mi condición sacerdotal (no suelo ocultarla, y externamente es algo notorio), acabamos hablando de D. Francisco, el cura de la parroquia que también dirigía por aquel entonces el colegio donde estudiábamos. De repente me interrumpió, y me dijo con una voz un tanto entrecortada: “¿Sabes que estuve a punto de ir al seminario?… pero no perseveré, y ya ves, aquí me tienes”.

Fue lo de la perseverancia lo que me hizo, después de dejar a mi amigo, darle vueltas a lo de la felicidad. Y no tanto porque al no perseverar en su posible vocación sacerdotal acabara en una ruptura matrimonial, sino porque era una cuestión que concernía también a muchos hombres y mujeres, con los que normalmente me relaciono. Es una cuestión ésta que solemos dar “por supuesta” con demasiada facilidad.

“¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo”. Los contemporáneos de Jesús se asombraban de sus enseñanzas, ya que con anterioridad no habían visto algo similar. Hoy día podemos encontrarnos con muchas actitudes de quienes presumen de poder e influencias. Sin embargo, este tipo de cualidades suelen estar unidas a cambios de carácter, promesas no cumplidas, etc. Esa forma de poder nada tiene que ver con la autoridad, que suele encontrarse en personas que sí saben lo que quieren, porque sus argumentaciones tienen solidez y, sobre todo, no suelen cambiar de opinión, porque su juicio tiene como referencia la verdad. En definitiva, el que persevera es el que sabe que la verdad se encuentra de su lado, y la contrasta en cada momento con su propia vida, aún a costa de la opinión voluble de otros.

Quizás la observación que hacía mi amigo Luis acerca de la perseverancia fuera dicha un tanto inconscientemente, pero sí revela algo que hoy echamos de menos: saber lo que se quiere y saber lo que se dice. Uno puede pensar que cuando se es adolescente no importan mucho las decisiones, pero cuando transcurren los años la “factura” que se pasa puede ser muy elevada. Es necesaria, y hoy más que nunca, una formación donde los conceptos de “fidelidad”, “generosidad”, “veracidad”, “sinceridad”, etc., no queden en el “baúl de los recuerdos”, sino que sean los que realmente cuenten para animar a ideales de los que nunca mueren, es decir, con sabor a eternidad. Y la familia, desde luego, es uno de ellos, porque es un lugar donde el amor tiene como referencia a ese otro Amor, el de Dios, que es su imagen y su destino último… ¡Y vale la pena luchar por ello!, porque está en juego la felicidad de los que amo y la mía propia. Cuando se olvida esto, entonces es lícito preguntarse: “Pero, ¿quién persevera?”.

Cristo perseveró hasta la muerte, y muerte de Cruz. Pudieron burlarse de él, insultarle y vejarle hasta el máximo, pero su autoridad, en ningún momento perdió un ápice de verisimilitud, porque estaba apoyada en su propia perseverancia. A la Virgen, nuestra Madre, que también perseveró con su Hijo, le pediré que ayude a mi amigo Luis para que vea con claridad la decisión que haya de tomar. Yo, por mi parte, me he autoinvitado a cenar un día en su casa, y así conocer a su mujer y sus hijas.