Samuel 15, 16 23; Sal 49, 8 9. 16bc 17. 21 y 23 ; san Marcos 2, 18-22

A Dios le gusta “jugar” con las desproporciones. Lo que nosotros consideramos como una hazaña del poder humano, para Dios es humo. En cambio, aquello que solemos despreciar resulta ser para Dios de un valor incomensurable. En la primera lectura de hoy nos encontramos, de nuevo, con Samuel que ya es un gran profeta. Pero esa grandeza ante los hombres le exige, por su parte, ser el más pequeño a los ojos de Dios. ¿Con qué medios trabaja Samuel? El profeta le indica uno muy concreto al rey Saúl: la obediencia.

“¿Quiere el Señor sacrificios y holocaustos, o quiere que obedezcan al Señor? Obedecer vale más que un sacrificio; ser dócil, más que la grasa de carneros”. En nuestros días la noción de obediencia está bastante devaluada. Se contrapone a la libertad y a la autodeterminación. Siguiendo la lectura de hoy, podríamos hacer el mayor de los sacrificios (no precisamente de animales, como en el Antiguo Testamento), pero si en él no hemos puesto un “gramo” de docilidad a lo que Dios espera de nosotros, entonces resultará un fraude. Alguien podría responder como Saúl: “¡Pero si he obedecido al Señor! He hecho la campaña a la que me envió…”. Pero, ¿dónde está la rectitud de intención?, es decir, ¿por qué motivo hago lo que hago?: ¿por vanagloria?, ¿para que me vean?, ¿porque voy a ser aplaudido por los demás?… Pueden ser motivos más que laudables, desde una perspectiva meramente humana, pero, ¿has pensado cuál es la “opinión” de Dios en todo ello?

Creo que no es tan difícil saber cómo vivir con docilidad mi relación con Dios. Y es que la obediencia no es una “pegatina” que me impide hacer cosas, sino todo lo contrario. La obediencia es la que me da “alas” para subir a lo más alto… para ser verdaderamente libre. Muchas veces hemos concebido el ser obedientes como un mero acatamiento donde renuncio a mi libertad, y declino hacer lo que me dé la gana. Te preguntaría, ¿sabes, en absoluto, qué es lo que realmente te conviene? Me podrás responder: “quiero ser feliz, pasarlo bien, encontrarme a gusto, disfrutar de la vida…” Pues bien, esas respuestas, además de ser un tanto abstractas, no conducen a lo que realmente necesitas. Date cuenta que tú y yo contamos con medios (cosas con las que podemos hacer otras), pero nunca vamos a sacar algo de la nada (no somos dioses que pueden crear en absoluto, sólo podemos transformar lo que nos encontramos en la naturaleza). En cambio, Dios que ha creado de la nada y, por tanto, nos ha creado a ti y a mí, sí que sabe lo que necesitamos… Él es, en definitiva, la medida de lo absoluto, y cuanto más nos identifiquemos con Su voluntad, al ser Él todopoderoso y eterno, más libres seremos.

“Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios”, dice el salmista hoy. Los mandamientos de la Ley de Dios, las Bienaventuranzas, las indicaciones de nuestra madre la Iglesia, etc., no son cortapisas a mi libertad, sino que son los medios que me predisponen a vivir mi semejanza con Dios. No son “normas”, sin más, que me impiden hacer lo que quiero. Me indican la manera de cómo me voy a realizar plenamente como ser humano, ejerciendo una libertad que me impide ser esclavo de aquello que me aparta de Dios.

Cuando la Virgen se definió como “esclava” del Señor, estaba dando a entender hasta qué punto su libertad quedaba “empapada” de la infinitud de Dios, donde todo es gracia y podría gritar sin miedo, como más tarde dirá san Agustín, llegando al culmen de la identificación con el querer divino: “¡Amo, y hago lo que quiero!”.