Samuel 12, 1-7a. 10-17; Sal 50, 12-13. 14-15. 16-17 ; san Marcos 4, 35-41

Hace unos días hablaba con un joven de treinta y pocos años y ya harto de vivir. Las drogas, la vida desordenada, la falta de perspectivas, la exclusión de su familia, los continuos delitos contra la propiedad, la falta de respeto por sí mismo y por los otros le habían abocado al suicidio, pero ni para eso valía, le habían atropellado, pero mal. Seguramente alguno oque haya dado un cursillo de psicología dirá en seguida: “Hay que favorecer su autoestima.” Pero este chico no tenía nada que estimar en sí mismo, se odiaba amablemente. Lo de la autoestima está muy bien para quien tiene algo que estimar en sí mismo, para quien se desprecia no sirve para nada, hay que ir por otros caminos.
“David se puso furioso contra aquel hombre y dijo a Natán: «Vive Dios, que el que ha hecho eso es reo de muerte. No quiso respetar lo del otro; pues pagará cuatro veces el valor de la cordera.» Natán dijo a David: ¡Eres tú!” David había mandado matar a Urías y justificó su pecado, a fin de cuentas era el rey, el señor del pueblo, el que había conquistado Jerusalén y gozaba del favor del pueblo. Pero quiere seguir pareciendo justo y ante el relato de Natán se indigna y oculta su pecado siendo duro e inmisericorde con aquellos que eran injustos. Pero esa falta de misericordia cae sobre él, pues él era el protagonista de esa injusticia. Y cuando escucha ese “¡Eres tú!” se acaba su estima por sí mismo. Su casa, su corona, su trono, su poder, el respeto que le tienen ya no vale nada. Sólo le queda lo que puede recibir, el perdón de Dios: “El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás,” aunque arrastrará las consecuencias de ese pecado toda su vida.
¡Cuantas personas hoy se sienten como David! La culpa y el pecado siempre es de los otros, pero cuando descubren que son iguales que los demás se dan cuenta que se les ha terminado la misericordia. Entonces se desesperan ante la vida, no encuentran nada amable en ellos mismos y, lo que podrían amar se ha convertido en inalcanzable.
“¡Silencio, cállate!” Cuando el hombre se desvincula de Dios sólo puede escucharse a sí mismo, y muchas veces lo que oye no le agrada. Por eso hace falta el silencio, el callarse, dejarse de excusas o de razonamientos inútiles y banales que sólo nos conducen a nosotros mismos. Y escuchar la voz de Dios.
El Papa nos lo ha recordado en la Encíclica repetidas veces: “Dios nos ha amado primero,” y tenemos que volver a encontrar ese amor de Dios que hemos ocultado tras nuestros egoísmos y suficiencias. Por eso nos hace falta el silencio, la oración, la contemplación cara a cara del rostro de Cristo en el sagrario. Entonces, alterando el orden de las palabras el prefacio de la Misa, podremos amar en nosotros lo que amamos en Él, lo que Dios ama en nosotros. Y nos encontraremos con la Misericordia. Entonces nos levantaremos, nos lavaremos y estaremos dispuestos no a quitarnos la vida, sino a entregarla por amor a Dios y a los hombres.
“¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!” Es Dios mismo, que ha querido querer a cada persona de una manera tan entrañable y ha dejado la huella de su amor en ti y en mí. Dejemos a Dios ser Dios. No queramos complacernos en nuestro propio amor egoísta y cerrado, abrámonos al amor de Dios en nosotros y entonces no habrá vicio, ni droga, ni pecado que nos pueda tentar más que el correr detrás del Señor, ni nos llenará más de alegrías el corazón.
Léete la Encíclica del Papa despacito, varias veces, acompañada de la lectura atenta de la Palabra de Dios. Por si aún no lo has hecho terminamos hoy con la oración del Papa a la Virgen, a “María que es, en fin, una mujer que ama.”
Santa María, Madre de Dios,
tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.