Deuteronomio 18, 15 20; Sal 94, 1 2. 6 -7. 8-9; san Pablo a los Corintios 7, 32-35; san Marcos 1,21-28

No me gusta hablar por teléfono, prefiero el cara a cara. Una de las cosas que más me desagrada del teléfono es cuando llaman y preguntan: ¿Sabes quién soy?, y se ponen a darte largas para decirte su nombre, como si en mitad de la cantidad de cosas que hay que hacer te apeteciese participar en un concurso. También hay los que llaman y dicen: “¿Haló? ¿Con quién hablo?.” Si quieres hablar con alguien en concreto pregunta por él, y si no di primero quién eres tú, que para eso has llamado y sabrás a dónde. En fin, hay gente que le encanta el teléfono, se pasan horas hablando por él y, a veces, no saben ni con quién.
“No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese terrible incendio; no quiero morir.” Se ve que los israelitas prefieren el teléfono. Antes Moisés hablaba con el Señor, ahora prefieren un profeta que haga de intermediario. Claro que el Señor les avisa, a veces hay un cruce de líneas o pueden pincharte el teléfono: “el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá.” También a veces nosotros preferimos no hablar con el Señor. Vamos posponiendo nuestros ratos de oración, se van haciendo más breves o más distantes. No queremos confrontar nuestra vida con la voluntad de Dios y preferimos que las cosas “sigan su curso.” Vamos “endureciendo el corazón” y se nos va haciendo más difícil descubrir cuál es la voz del Señor. Por eso tantas personas hoy escuchan a adivinos, futurólogos, magos y tele-predicadores. Y, de pronto, cuando nos habla Dios somos incapaces de reconocerle, nos parece un Dios lejano y vengador, cuando hemos sido nosotros los que nos apartamos de él. Cuando llega la enfermedad nos volvemos hacia Dios y le decimos: “¿Dónde estás?” Él nos podría responder: ¿Dónde estabas tú? Si hubieras estado conmigo esa enfermedad, ese dolor, ese golpe de la fortuna, esa pérdida de ese ser querido, no te hubieran parecido un castigo, sino una caricia de Dios.
Pero a pesar de lo obstinado de nuestro corazón y preferir el teléfono para hablar con Dios, Él, que es mucho más moderno que nosotros, inventó la video-conferencia. No se contentó con enviar algunos profetas que nos dijeran lo que Dios quiere. Su misma Palabra se hizo carne. “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.” Los demonios lo saben y tiemblan. La autoridad de Cristo no le viene de su coherencia de vida, le viene por que Él es Dios encarnado. Y esa autoridad de Cristo continúa en la Iglesia. No porque los cristianos seamos muy coherentes por lo que hacemos y decimos -¡cuántas veces nos sumergimos en el pecado!-, sino porque la Iglesia es el mismo Cuerpo de Cristo. Por eso podríamos decir, algún biblista se me enfadará, que ya no hay profetas, sino testigos. En nuestro bautismo nos dijeron: “Has sido hecho miembro de Cristo, sacerdote, profeta y rey.” Cristo es el único profeta y nosotros tenemos que unirnos más íntimamente a Él. Podríamos decir que desde Cristo se acabaron los profetas y los iluminados, pues ya todos tenemos la puerta abierta para entrar en la tienda del Encuentro, ante el Tabernáculo, y dejar que Dios nos hable, siempre en comunión con su Cuerpo, que es la Iglesia. Cuando proliferan las sectas, los visionarios, los nuevos profetas, es señal de que nos estamos separando de Dios.
“Os digo todo esto para vuestro bien, no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones.” Son tiempos, todos lo son, para arreciar en la oración y desde ella en la caridad. María, mujer fuerte, mujer de oración, ayúdanos a descubrir realmente quién es Cristo y quiénes somos nosotros.