Samuel 18,9 10.14b.24 25a.30 19,3; Sal 85, 1-2. 3-4. 5-6 ; san Marcos 5, 21-43

Acabo de terminar mi pelea anual con la calefacción de la Iglesia. Tiende a dejar de funcionar los días de más frío del año. Ciertamente una calefacción con esas costumbres no es nada recomendable. Después de probarlo todo, volver a ponerla en marcha, recalcular temperaturas y abrir llaves, me he fijado en que el botón de encendido (que debía estar de color verde), estaba de color rojo. Bastó con apretarlo unos segundos, para que el agua de la caldera volviese a aumentar de temperatura. Después de media hora dando vueltas uno piensa: ¡“Qué estúpido soy”! pero en el fondo estás satisfecho por haberlo conseguido. Una victoria más sobre la tecnología, aunque sea tan de andar por casa. Ayer hablábamos de huidas, hoy nos toca comentar las victorias.
La primera victoria de hoy es la de David. Es una victoria amarga pues es consecuencia de la muerte de Absalón y, a pesar de haber vencido, “el ejército entró aquel día en la ciudad a escondidas, como se esconden los soldados abochornados cuando han huido del combate.” En el fondo David es un tanto egoísta, y así se lo recriminará Joab, pues se queda pensando en lo que Él ha perdido y no en la paz que ha llegado a su pueblo. Así son a veces nuestras victorias. Pensamos en lo que hemos dejado atrás y no en lo que hemos ganado. Si yo dejase de fumar y pensase :¡He vencido a la nicotina!, pero estuviese añorando el cigarrito de después de comer, mi victoria sería ridícula humillante. Así pasa a veces cuando decidimos hacer algo por Dios o por los demás y, en vez de agradecer que cambiemos de vida, parecemos mártires. “Es que yo he hecho …,” “Es que antes yo tenía …” “Porque antes yo era …” Con esos planteamientos se viven los dones de Dios como una carga, y la entrega como un favor grandísimo que le hacemos. Así son los que viven amargados su matrimonio, su sacerdocio, su consagración a Dios. Son gente agria, que vive añorando el pasado y esperando que pase cuanto antes este trago de la vida. No es gente mala, simplemente es gente triste. Viven en el pasado sin darse cuenta de los dones que Dios les da en el presente.
El Evangelio nos presenta dos victoriaS muy distintas de la anterior. La primera es la de la mujer que padecía flujos de sangre. Esta es la victoria de los que han descubierto a Cristo y, casi avergonzados se acercan a Él como de hurtadillas. Son personas que no llaman la atención, que parecen uno más entre la masa de gente, pero en los que Dios ha hecho cosas muy grandes. Son nuestras queridas viejecitas que llenan de oraciones nuestras iglesias; los matrimonios que viven con naturalidad su amor, los jóvenes que procuran vivir coherentemente con su fe. No son impecables, seguramente llevan años luchando contra algo que todavía les impide entregarse del todo. Pero de pronto, un día, son capaces de tocar el manto de Jesús en su ratito de oración, Él se vuelve y les cura. Esa debilidad, que ya nos parecía congénita, desaparece. Muchas de estas victorias se producen todos los días.
La otra victoria es mucho más dura, pero pertenece a los que conservan la esperanza. Aunque todos a nuestro alrededor nos digan: “No puedes cambiar, eres así, acéptalo, estás muerto,” todavía escuchamos la voz de Dios que nos dice; “No temas; basta que tengas fe.” Muchas veces no escuchamos esta voz, no queremos oírla, y nos conformamos con ser buenos. Aceptamos que haya partes de nuestra vida que están muertas para Dios. Creemos que nuestra sensualidad, nuestros hábitos de vivir cómodamente, nuestra forma de derrochar o nuestras “parcelitas” de placer y compensaciones, son pequeñas derrotas en las que no puede entrar Dios. Perdemos el afán de santidad, de ser completamente de Dios nos contemos con no ser demasiado malos. Pero si nos creemos que Cristo ha vencido al mundo dejaremos atrás a los agoreros y pesimistas y escucharemos la voz de Dios: “Talitha qumi.” Se pondrá en pie nuestra entrega y nos quedaremos viendo visiones. Lo que parecía muerto ha sido vencido.
Estas dos victorias llenan de gozo y de esperanza ante el futuro, pues no son victorias nuestras, sino de Dios en nosotros. Siempre podemos dejar que Dios venza en nosotros, con Él no hay ninguna derrota. Nuestra Madre la Virgen sanará las heridas que crees que te ha dejado tu pasado y ni te acordarás de tu antigua vida de pecado. Confíate a ella.