Levítico 13,1-2.44-46; Sal 31, 1-2. 5. 11 ; san Pablo a los Corintios 10,31-11, 1; san Marcos 1,40-45

Jesús cura un leproso. La primera lectura, donde se prescribe el trato que debía darse a los enfermos de la lepra, según la ley mosaica, puede parecernos muy dura. Era la manera que tenían de evitar el contagio. No se trataba de marginar al enfermo, sino de preservar el bien del pueblo. El leproso, sin embargo, ha pasado a ser imagen de la persona que está fuera de la sociedad. Aún hoy hay leproserías en las que estos enfermos quedan apartados. Todos recordamos el testimonio del padre Damián, en Molokai, viviendo con los leprosos y muriendo él mismo, después de largos años con ellos, de esta misma enfermedad. Y más recientemente, las leproserías, más de 100, fundadas por un jesuita, el Padre Ruiz. Cuenta que cuando lo invitaron a ir a Macao llevaba cigarrillos para los enfermos y se encontró con que no podían cogerlos porque no tenían ya dedos. El caso es que cuando uno queda separado de la sociedad le es muy difícil conseguir su plenitud personal.
La lepra es también signo del pecado por el cual el cristiano se separa de la Iglesia. Aún inconscientemente deja de participar de los bienes divinos y entra en una fase de autoexclusión, de la que no puede salir solo. La relación la encontramos en el salmo de hoy, donde se canta la misericordia de Dios que absuelve las culpas de quien pide perdón con corazón sincero. A veces también la Iglesia tiene que separar a algunas personas que, con su palabra o ejemplo hacen daño a la comunidad. Ahí aplica diferentes penas que pueden llegar a la excomunión. Tienen la función de avisar del mal que aquello supone, por ejemplo el aborto o provocar una ruptura en la Iglesia, y al mismo tiempo evitar que la comunidad cristiana quede dañada. Son soluciones extremas que, sin embargo, no impiden que continúe la solicitud por la persona concreta. Así, por ejemplo, la Iglesia advierte que el aborto es un crimen muy grave pero no por ello deja de acoger a quienes lo han practicado y les ofrece todos los auxilios para que puedan reconciliarse con Dios y sanar su corazón.
Cuando Jesús cura al leproso nos muestra su amor por la persona concreta. Ese interés es también el de la Iglesia. Sana al enfermo y le pide que se presente al sacerdote para certificar su curación. Así nos recuerda que todas las disposiciones están en bien del hombre. Jesús, que devuelve la salud, no separa esa experiencia de la vida de la comunidad. Por eso nos enseña también que todo el bien hay que hacerlo en comunión con la Iglesia. Hace siglos dijo san Gregorio Magno: “Tanto los predicadores del Señor como los fieles deben estar en la Iglesia de tal manera que compadezcan al prójimo con caridad; pero sin separarse de la vía del Señor por una falsa compasión”.
En la historia hay tristes ejemplos de personas que, queriendo hacer el bien, se han apartado de la Iglesia por una falsa compasión. A la larga esas iniciativas han mostrado sus limitaciones y, no pocas veces, han sido contraproducentes. La verdadera caridad brota del corazón de Jesús y no podemos ejercerla sino estamos muy unidos a Él por la Iglesia, que es su cuerpo. De ahí el testimonio de san Pablo: “Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo”.
Acudamos a Nuestra Madre la Virgen que, como todas las madres, no tiene inconveniente en cuidar a sus hijos, aunque estén llenos de esas heridas tremendas que causa el pecado. Ella sabrá acercarnos a Cristo, médico de nuestras almas.