san Pedro 5, 1-4; Sal 22, 1-3. 4. 5. 6 ; san Mateo 16, 13-19

Los políticos, que se precien como tales, apelan a la disciplina de partido a la hora de que, ante una decisión importante, nadie se salga del “rebaño”. Esto es algo sabido y respetado en muchas de nuestras democracias. Me hace gracia ver, por otra parte, esas caras enjutas y caricontencidas, un portavoz de un gobierno por ejemplo, que anuncian un recorte presupuestario, una subida de impuestos, o un revés en el índice del consumo. Aunque nada tenga que ver con el programa del partido, anunciado a bombo y platillo durante las últimas elecciones, esas “sutiles” contrariedades siempre son ajenas al gobierno en el poder, que ya echará la culpa al partido que gobernaba con anterioridad. Todos estamos acostumbrados a ese ejercicio del poder, que nada tiene que ver con la autoridad, y vamos dando cancha a todo tipo de situaciones que, casi siempre, van contra el ciudadano medio.

Aunque pueda ser, para algunos, un tanto exagerada la situación anteriormente descrita, sí que nos muestra las dependencias que los hombres generan entre sí, aunque no tengan que ver en cuestiones esenciales. Lo curioso, por otra parte, es que cuando enfrentamos el orden de lo humano con el sobrenatural, o bien decimos que una cosa no tiene que ver con la otra o, por el contrario, las confundimos hasta el extremo de que una domine a la otra. La insistencia que algunos políticos aducen contra el supuesto autoritarismo de la Iglesia, por ejemplo, deja a muchos de los que se dicen católicos en la inopia cuando esos mismos dirigentes sociales son capaces de legislar contra la vida o contra la libertad religiosa. Y esto sí que no son exageraciones. Nos convertimos en espectadores pasivos de una situación que va más allá de un espíritu democrático o de una ética consensuada. Los ataques constantes contra la verdad y la dimensión trascendente del hombre, nos han hecho ponernos contra la espada y la pared de nuestra propia existencia. Perdóname si te lo digo con “claridad”: o tiene sentido nuestra fe en Jesucristo, en cuanto da sentido a nuestra vida en todos los sentidos (valga la reiterada redundancia), o estamos “haciendo el canelo”.

“¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. El descaro de esta pregunta de Nuestro Señor debió dejar un tanto desconcertados a sus discípulos. No era posible una respuesta improvisada ante una pregunta que no admitía ningún tipo de ambigüedad. Y cuando Pedro contesta: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, es el mismo Jesús quien asegura que ese tipo de revelaciones sólo las puede dar Dios mismo. Tomar partido por Jesucristo no es cuestión de resultados electorales o de una opinión de la mayoría, sino que es algo que define y configura la totalidad de la persona en todos sus aspectos… Quizás sea ese el motivo por el que algunos “prohombres” de nuestra sociedad consideren que la religión ha de permanecer, sólo y exclusivamente, en el ámbito de la conciencia, sin que tenga ninguna repercusión pública.

“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará”. La Iglesia, por tanto, no es una institución más, es el lugar elegido por Dios para “tomar partido” por la verdad. Y si alguien me tilda de fundamentalista tal vez necesite bajar del tren denominado “políticamente correcto”. Cristo, una vez más, no admite las medias tintas… o elegimos la verdad, o estaremos naufragando en la disciplina de partido de los enemigos de Dios. María, Madre de la Iglesia, será el faro que nos impedirá encallar en los acantilados del odio y la mentira.