Santiago 5, 1-6 ; Sal 48, 14-15ab. 15cd 16. 17-18. 19 -20 ; san Marcos 9, 41-50

¿Quién no ha soñado alguna vez con que le tocase una lotería multimillonaria? Las posibilidades que se nos brindan son casi infinitas para obtener la dicha “fácilmente” (cupón de ciegos, quinielas, bonoloto, lotería nacional…), pero, desafortunadamente, siempre le toca al vecino y, nosotros, “a dos velas”… “Quizás la próxima vez tengas más suerte”, oímos a manera de consuelo, mientras rellenamos las últimas casillas de la próxima bonoloto. A pesar de las críticas contra aquellos que tienen tanto dinero, y de los que aseguramos no son felices, en nuestro interior, nos repetimos incansablemente: “el dinero no lo es todo, pero ayuda”.

En la lectura de hoy el apóstol Santiago resulta tajante: “¡Habéis amontonado riqueza, precisamente ahora, en el tiempo final!”. Claro, uno puede pensar que esta frase no va con él, ya que anda con lo justo para vivir, y eso de las riquezas… ¡ni en sueños! Sin embargo, el dinero que da la verdadera felicidad es aquel que no se tiene, ni se desea. No hace falta tener la cuenta bancaria con muchos ceros detrás de un uno, por ejemplo, para ser ricos, sino que basta con amontonarlos en el corazón para ponernos dentro de la frase del Apóstol. No se trata ahora de enumerar cientos de excusas para decirnos que, en definitiva, no somos de esos usureros que sólo piensan en sí mismos y que, incluso a costa de los demás, son capaces de hacer cualquier cosa por obtener un mísero centavo. Lo que realmente importa es saber qué tenemos, de verdad, en el corazón. Cuáles son nuestros deseos, nuestras ambiciones, nuestras aspiraciones, nuestros sueños… Todo aquello por lo que sí estarías dispuesto a dar la vida si fuera preciso.

El problema de todo esto es saber concretar. Podemos perdernos en generalidades, sin acabar de aterrizar nunca, en lo que me puede afectar personalmente eso de vivir el amor a la pobreza, tal y como nos lo enseñó Cristo. Incluso diría más. Alguien que tuviera un saldo multimillonario en varias cuentas bancarias podría ser más pobre, evangélicamente hablando, que otro que sólo tiene un cuchillo de latón para cortar un pan imaginario. Todo dependerá de lo que tengamos en el corazón, y con qué espíritu de desprendimiento estemos dispuestos a obrar. Una manera concreta de poner en práctica nuestra pobreza (y que ya no sólo se ciñe al dinero), es, por ejemplo, con nuestro tiempo. Somos realmente avaros con las horas del día, sobre todo si se trata de dedicarlas a alguien (una ayuda que se nos pide, un tiempo para orar, un consejo que hay que dar, alguien a quien escuchar…), tal y como dice Jesús en el Evangelio de hoy: “El que os dé a beber un vaso de agua, porque seguís al Mesías, os aseguro que no se quedará sin recompensa”. Sin embargo, amontonamos “kilos” de horas para nuestro trabajo, por ejemplo, y quizás unos hijos o una esposa llevan esperando días a que les dedique unos minutos de mi tiempo.

San Josemaría Escrivá tomaba, como ejemplo para vivir la pobreza, el de una persona que tuviera una familia numerosa y pobre. Daba igual que uno fuera soltero, viudo, casado, religioso… lo importante es esa actitud constante de mirar las cosas que tenemos como un instrumento para dar gloria a Dios, y no como un cúmulo de vanidades y egoísmos que terminan por transformarse en un vacío de infelicidad. Son tan numerosos los detalles en los que emplear esa verdadera riqueza con la que contamos (todo es un regalo de Dios), que vale la pena cambiar el “chip” de nuestros anhelos, y dirigirlos hacia aquello que nunca nos va a defraudar (ya que nunca buscaremos una compensación afectiva por ello): el amor a Dios y a los demás. Es rico (y pobre a la vez, pues cara a Dios da lo mismo) aquel que da, sin esperar nada a cambio, pues sabe que el activo de su corazón “sólo” cuenta con los “réditos” de los méritos de Cristo.

Acudimos a la Virgen, porque ella, tal y como nos dice el Señor, es el “sabor” que da la auténtica riqueza a nuestra vida… “Que no falte entre vosotros la sal, y vivid en paz unos con otros”.